La primera vez

La primera vez que disparé un arma tenía diez años. Fue el día de mi cumpleaños y mi padre me llevó a disparar a unas latas en uno de los viejos campos del rancho de los abuelos. Hacía tanto frío que me dolían los pies. La hierba estaba helada y crujía bajo mis pies al caminar. Los campos de soja y maíz se extendían a ambos lados de la carretera. A los ojos de un niño de diez años parecían enormes. Hoy ya no nos quedan más que unos poco acres en los que tenemos plantados algodón y maíz.

Mi padre me prestó su rifle para el primer disparo. Era un arma grande, enorme y pesada. Casi no podía con ella. Me explicó cómo tenía que cogerla y que tuviera cuidado con el retroceso. Que tuviera los ojos abiertos, que apoyara una rodilla en el suelo, pues eso me daría mayor estabilidad. Quise preguntarle si así es cómo te enseñan a disparar en el ejército, o si lo había aprendido en Corea, pero no me atreví.

Cerré los ojos y sentí el gatillo en mis dedos. Mis manos estaban cubiertas por unos gruesos guantes de lana, pero aún así las notaba adormecidas. No quería fallar, el arma pesaba y no conseguía mantenerla recta. Mi padre abrió una botella de cerveza y bebió. Con los ojos cerrados podía sentir el viento helado y los ruidos del campo. Algún tractor en la distancia, el maíz, seco y alto moviéndose. Olor a rastrojos quemándose.

Disparé y el retroceso del rifle me empujó al suelo. Mi padre se rió y entre carcajadas, me levantó del suelo con una de sus grandes manos. Noté su aspereza, sus callos fruto de las horas de trabajo en la granja de pollos, con ese olor característico a piensos y mierda de ave que por mucho que se lavara no se iba nunca.

Él y yo volvimos juntos a casa, caminando entre los campos. El cielo se iba oscureciendo y a lo lejos se veían unas pocas luces diseminadas, de las casas de los alrededores. La de los Olsen con sus tres niñas rubias, la de los Wayne un poco más allá, la de mi amigo Pete. La nuestra no tenía ninguna luz encendida, pero podía ver sus formas en la distancia.  

Mi padre caminaba a paso lento, para que yo no tuviera que correr mucho para ir a su ritmo y seguía bebiendo cerveza. Mis pies seguían notando el frío, pero poco a poco, con el andar iban entrando en calor y podía sentir ese cosquilleo, como cuando se despiertan después de haber estado un rato dormidos.

A pocos metros de la puerta, silbé para llamar a mi perro, Brownie, un labrador color chocolate. El nombre se lo había puesto mi madre, cuando lo encontró hace tres veranos en el camino al pueblo. No era más que un cachorro y alguien lo había arrojado desde una furgoneta. Mi padre se rió del nombre que había escogido mi madre, dijo que para un perro grande era demasiado dulce, pero al mirar la sonrisa en la cara de mi madre no dijo nada más.

En cuanto abrí la puerta, Brownie se abalanzó sobre mí lamiéndome la cara. Le aparté y encendí la luz. La casa estaba caliente y olía un poco a humedad. Mi padre se había vuelto a dejar abierta la puerta que comunicaba con el garaje.
Mi padre se acercó a la cocina y cogió otra caja de cervezas. Se fue con ellas hasta el salón, se sentó en el sofá y puso un partido en la tele. Subí a mi cuarto y me tumbé en la cama. Miré las estrellas que había pintadas en el techo. Siempre han estado ahí. Las pintó mi madre cuando supo que estaba embarazada de mí. Me encantaba que me contase esa historia. Me decía que de esa manera mis sueños no tendrían fronteras, pues podrían viajar por todo el espacio. Mi madre había pintado las estrellas como puntos diminutos blancos, unas juntas a otras, o separadas, imitando las fotografías de la vía láctea de los libros, el fondo era de un color azul oscuro.

Al rato bajé a la cocina y abrí la nevera. En una caja estaba la tarta que me había traído Pete esta mañana. Era de manzana. La había hecho su madre. La saqué y la puse en la mesa, para que no estuviera demasiado fría.
Me acerqué al salón. Mi padre se había dormido. Le quité las botas y le tapé con una manta. Igual que hacía mi madre. Fui a la cocina y abrí una lata de judías. Cogí una sartén y freí los filetes de cerdo que había comprado esa mañana. Calenté las judías en un cazo y lo puse todo en los platos. Llamé a mi padre, que arrastrando los pies vino hasta la cocina. Me pasó una mano por el pelo y se sentó. Empezamos a comer.

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