La coleccionista de zapatos

Entra en la tienda y pasea su mirada por los hermosos pares de zapatos. Escoge unos de tacón altísimo. Son unas sandalias rosa flúor y con tachuelas doradas. Se atan al tobillo. Pide que se los envuelvan para regalo, y ni parpadea cuando la dependienta pasa su tarjeta restándole una cifra astronómica de la cuenta.


Sale a la calle y siente que el sol brilla más. Llega a su casa y coloca los nuevos zapatos en el armario. Tiene toda una habitación para eso. 234 pares. Cada uno de ellos nuevecitos, sin estrenar. A veces se los prueba. Pero sabe que no se puede poner de pie. Ni caminar con ellos. El defecto de su pierna se lo impide. Pero le gustan, y se hace fotos sentada con ellos. Como si fuera una estrella de cine.


Baja la mirada a sus feos zapatos ortopédicos negros. Uno de ellos tiene una sobresuela de 8 cm. Sale a la calle otra vez, bamboleándose como en un tango con cada paso que da. Una nube tapa el sol. 

Ya no me quieres

Me dijiste que no me querías y te marchaste. No dijiste nada más. Bueno, sí, adiós. Yo me quedé sentado, en ese restaurante, con una copa de vino tinto y una cena por llegar que no me acabaría. 


Sin mirar atrás te marchaste. Borré tu número de teléfono y tu dirección de correo electrónico.Me deshice de los regalos que me diste y te mandé por mensajero las cosas que te habías olvidado en mi casa.


Quería sacarte de mi cabeza como tú te habías ido de mi vida. Pero me di cuenta de que seguía paseando delante de tu casa. Que te espiaba cuando te ibas a trabajar. Que frecuentaba los bares que te gustaban.


Me apunté a clases de cocina en un intento por olvidarte. Iba todos los días al gimnasio y me quedaba a trabajar hasta tarde. Probé el yoga y el pilates, el boxeo y el chino. Iba al cine dos veces por semana. 


Pasaron dos meses y nada. Seguías ahí. Esperaba encontrarte a cada vuelta de esquina. A la alegría de volver a verte le seguía una pequeña decepción cuando no te veía. Así pasaron otros tres meses. yo caminando en tu búsqueda. 


Una tarde fui a buscarte al trabajo. Te esperé y te esperé, pero no saliste. Dos días más tarde conseguí enterarme que te habías marchado. Te habían ofrecido un puesto en la oficina de Honk Kong. Llevabas allí menos de una semana.


Ya tengo el billete, con escala en Londres. Me marcho mañana.   











Ya no te quiero

Salí de casa con una idea clara en la cabeza. Hoy iba a dejarle. No sabía cómo, y no tenía muy claro el porqué, pero el cuándo sí. Hoy. Esta tarde. 


Ya no le quería. A lo mejor nunca le quise, porque no era capaz de recordar cuándo le quise. Hacía meses que no le quería, todos esos minutos en los que había estado con él, sin quererle, eran cada vez más pesados. 


Pero era guapo y tenia mucha pasta. Y un cochazo. Siempre me invitaba a cenar, y de fin de semana a hoteles caros. Cenábamos en los mejores restaurantes. Y el sexo estaba muy bien.


Hoy le vería y se lo diría. Que me dejase en paz, que se había acabado. Que ya no le quería.

Melancolía

Mis lágrimas no me dejan ver el sol, ni la lluvia, ni siquiera la puta ventana. Si no lloro, ni río, si sólo quiero gritar. Si no quiero estar sola ni con gente. Si odio esperar y no hacer nada, si me da pereza levantarme del sofá.


Mi móvil suena y no lo cojo. La radio está apagada y sólo escucho los ruidos de la calle. Un pájaro cantando y una furgoneta de reparto. He lavado las cortinas y han quedado blancas. Ojalá pudiera lavarme a mí de esa forma y quedar blanca y limpia y pura e inocente...


No quiero estar en casa, pero la calle me da flojera. Vuelvo a tener hambre y sed, mucha sed. Correr no me basta, siempre acabo volviendo. Quiero huir, marcharme lejos de mi misma. No oírme, verme ni olerme. No sentirme, no odiarme. 


El suelo está sucio y ya he barrido. Los plátanos se pudren en el frutero y una mosca revolotea sobre ellos.Puedo verme reflejada en la pantalla del ordenador pero no quiero mirar. No quiero ver las arrugas que surcan mi frente ni el pelo desordenado y las ojeras. 


No hay hoy ni mañana, sólo ayer y dolor de espalda. Los libros se acumulan en la mesa y el ordenador siempre está encendido. Puedo jugar al solitario esperando que llegue la noche. Y ahora son las diez de la mañana.



Estoy contigo porque sí

"La miro y duerme. Sus piel es de color crema. Sus brazos descansan por encima de su cabeza y tiene la boca medio abierta. La oigo respirar acompasadamente. 
Al lado dela cama, un cenicero con tres colillas. Sé que fuma en la cama por que cree que me molesta. Pero no sabe que me encantan las chicas que fuman en la cama."


Las dos últimas frases no son mías, son de una canción, "The Hymn for the cigarettes" de Hefner. La primera vez que escuché esta canción me encantó, y su letra me inspiró. Me entraron unas ganas tremendas de escribir una pequeña historia en la que un tipo conoce a una chica que hace cosas para molestarle. Aunque en realidad no es así. 


Me pareció un detalle tan cotidiano, tan visual, que ne mi mente empezaron a aparecer imágenes de cómo serían ambos. Ella, pelo largo, rubio, lánguida. Menuda. Camiseta de rayas rojas y vaqueros estrechos. Él, cantante de un grupo. Muy obvio. Se conocieron en un concierto. Se fueron a casa de él. Empezaron a salir. Pero tenían poco en común. No les gustaban las mismas cosas, la misma música, las películas extranjeras, ni siquiera la misma clase de comida. Ella es vegetariana y odia la comida india. 


Pero siguieron viéndose. Porque sí. A fin de cuentas, él tocaba en un grupo. Era interesante. Y ella odiaba los perros y el fútbol. Él leía a Scott Fidgerald y le encantaban las películas de Francis Ford Coppola. Eso sí, ambos usaban gafas de pasta. 


Estuvieron juntos tres años, porque sí. Porque ella fumaba en la cama y a él le encantaba que las chicas fumasen en la cama. Porque a él le gustaba el fútbol.    
Porque ella tenía el pelo largo y rubio. Porque podían estar largo rato sin necesidad de hablarse. 

Sin horarios

Siempre que me necesites, ahí estaré. Pero apago el teléfono por las noches, para que nadie me moleste. 


Me levantaré por las mañanas, para prepararte el desayuno. Y por las noches, te dejaré la cena preparada si llegas tarde. Pero no me despiertes cuando te metas en la cama. 


Te plancharé la camisa si no te da tiempo, y te recogeré los calcetines. Pero no me llames cuando esté viendo mi serie favorita. 


Me reiré de tus chistes y te diré que lo guapo que estás siempre, pero no me distraigas cuando leo.


Te ayudaré con las cuentas y te prepararé tu bizcocho favorito, pero no me eches la bronca cuando me compre un bolso caro. 


Estaré siempre contigo, mañana tarde y noche.

Sin sombra

Brilla el sol y unas nubes pasan rápido por delante. El otoño por fin se siente y las hojas empiezan a cambiar de color en los árboles. El suelo está embarrado y sucio. Hay hojas y trozos de bolsa de plástico. Colillas y envoltorios de chocolatinas. 


Me cruzo con una vieja por la calle. Lleva un paraguas a modo de bastón y una bolsa vacía. El pelo lo tiene revuelto y se le notan las raíces blancas. Siempre la veo en el mismo sitio. Parada. Parece que espera. A que vengan a buscarla, o a que la lleven a casa. Espera al invierno mientras es otoño, y al verano cuando es primavera. Espera cuando hace sol, y frío, o llueve. 


Me pregunta la hora. Son casi las seis y se está haciendo de noche. Pero tengo prisa y no me paro. Camino sin sombra, con las manos en los bolsillos, dando vueltas sin parar a un papel doblado. 


Doy vueltas al parque, hasta que me duelen los pies. Cada vez más deprisa, con la música a todo volumen. Se ha hecho de noche y tengo que volver a casa.

La tormenta

En el techo encalado había una grieta con la forma del río Mississippi y podía quedarme horas mirándola cuando no podía dormir. Como esta noche. Y como otras tantas en los últimos meses. La grieta serpenteaba desde el centro del techo y se extendía  metro y medio dirección sur hasta formar un perfecto delta con dos ramificaciones en la esquina encima de mi lado de la cama.

Cuando el insomnio me abrazaba, recorría la grieta una y otra vez imaginando viajes a través del Mississippi que nunca haría. A mi lado, Mary dormía enroscada, como un bebé.  A través del camisón podía contar cada una de sus vértebras. Sentí la tentación de escalarlas una a una, con los dedos, como antes, pero me contuve. Su suave respiración apenas se oía. Al menos no esa noche con las ventanas abiertas. El calor de finales de julio era irrespirable y la humedad dejaba toda la ropa pegajosa.

Las horas fueron pasando y llegó la madrugada. Apagué el despertador antes de que sonara para no despertar a Mary y me dirigí a la cocina. Preparé la cafetera y mientras se hacía el café me fumé un cigarrillo. Eran las seis pasadas y ante mí se abría como una margarita un día de duro trabajo en la fábrica.

Desde la puerta de la cocina Mary me miraba, y sin decir nada, se puso a preparar el desayuno. Era un misterio para mí cuándo habíamos llegado a ese punto. Éramos como dos extraños a punto de conocernos. Como dos extraños que comparten asiento en el autobús procurando no rozarse. Ahora sólo deseaba que Mary se durmiera para poder quedarme a oscuras mirando el techo y su grieta con forma de Mississippi. 

Seguí a Mary con la mirada mientras sacaba la sartén y freía el bacon y los huevos. Sus gestos eran mecánicos y muy precisos, como los de las máquinas de la fábrica. La única diferencia era el ruido. Mary era muy silenciosa, se deslizaba por la cocina y por la vida de puntillas, sin levantar polvo.

Salí de casa y me dirigí hacia la camioneta. Me di la vuelta y allí estaba Mary, en la puerta, mirándome marchar. Le hice un pequeño gesto con la mano de despedida, como cada día. Y como cada día, me subí a la camioneta, metí la primera y arranqué. En la radio avisaban de una gran tormenta para la noche. Metan a la mujer y las gallinas en casa, decían, a buen recaudo. Yo no tenía gallinas. Sólo un perro pulgoso lleno de patas, con poco pelo y con un rabo enorme que repartía golpes de un lado a otro para apartarse las moscas que siempre le acompañaban.

El día fue como otro cualquiera. Y el trabajo fue más de lo mismo. La sirena sonó media hora antes, por el aviso de tormenta, y los compañeros se dirigieron más rápido de lo normal a sus furgonetas. Nadie quería dejar de guardar las gallinas y la mujer en la casa, a buen recaudo. Yo no tenía prisa.

La lluvia sería un cambio agradable en ese verano eterno y asfixiante. Conduje sin prisas, observando el paisaje que me sabía de memoria. A ambos lados de la carretera los árboles se movían crispados, aullaban y se retorcían, metiéndome prisa. Antes de cruzar el puente sobre el río, las primeras gotas cayeron sobre el parabrisas. Eran unas gotas enormes, tan grandes como los mosquitos en verano. Y recordé, echando de menos las picaduras que nos hacían a Mary y a mí cuando bajábamos al río en mi coche después de las clases.

Tomé el desvío de grava que conducía en línea recta hasta la casa. Desde lejos, y ya con la lluvia cayendo fuertemente, vi a Mary en el jardín. Bailaba al son de las gotas junto al tendedero. Se movía rítmicamente de un lado a otro dando saltos enormes y pequeños, movía los brazos y miraba hacia el cielo mojándose la cara, con la boca abierta. Movía los brazos y miraba hacia el cielo disfrutando de la tormenta de cada verano, igual que lo hacíamos de jóvenes.

Me bajé del coche y me acerqué poco a poco, dejando que la lluvia, que caía cada vez con más ganas, me empapase por completo. Llegué hasta donde estaba Mary, que me miró fijamente y me sonrió. Me sonrió con la boca plena y los ojos bien abiertos, como lo hacía al principio, con su pequeña lengua asomando. Extendió sus brazos hacia mí, la cogí de las manos y entramos juntos en casa, mojados y jóvenes otra vez, como cuando íbamos al Mississippi en mi coche.

La extraña pareja

Me crucé con ellos un viernes por la noche. Salí a cenar con unos amigos, y allí estaban ellos, sentados en una mesa, los dos solos. Me imaginé que sería la típica pareja casada, que sale a cenar una vez por semana. Hablaba él sobre todo. Ella le miraba, y no decía mucho. No reían, no se cogían de la mano, lo normal, pensé, si llevaban casados muchos años. En mi grupo seríamos unos nueve, tres parejas y tres solteros. Los suficientes para hacer mucho ruido y para no tener que hablar mucho, siempre había alguien más diciendo algo. Así podía dedicarme a uno de mis vicios más confesables, espiar a la gente de mi alrededor e imaginarme sus historias. No sé por qué esa noche los escogí a ellos, quizás porque los tenía enfrente y no tenía que hacer movimientos raros para mirarlos, o porque ella llevaba el pelo recogido en un moño tipo italiano, o porque me recordaban mucho a mi y mi ex mujer, en los últimos años de matrimonio.


Él tenía pinta de empresario, o directivo en una multinacional. Ella sería ama de casa, o funcionaria. Pero con mucho tiempo libre, así lo decía la ropa que llevaba, el cuerpo cuidado en gimnasio y el peinado elaborado. Era más joven que él, no mucho, o por lo menos lo parecía. Estaba morena a pesar de ser pleno invierno y no llevaba medias. Comía poco y bebía menos.Él en cambio, no paraba de beber, el camarero había ido por lo menos cuatro veces ya desde que yo había llegado a ponerle un nuevo gin tonic. 


Sara, la pelirroja sentada a mi lado, me contó que los conocía de vista. Me había visto observándoles y sabía de mi afición a inventar historias. Le dije que llevaban bastantes años casados, estaban aburridos y solos, o no habían tenido hijos, o los hijos se habían marchado. Sobre todo ella era la aburrida, de él, claro. Un marido con sobrepeso, casi sin pelo y que bebía sin parar, se le tenía que estar quedando muy pequeño. Sara se rió, me dijo que era un romántico incorregible, y que siempre me posicionaba en favor de las mujeres. Mujeres infelices, que se sienten solas, abandonadas en un mundo de apariencias donde son el adorno de hombres de éxito. Eso es le dije, pero no creo que este tipo haya tenido mucho éxito, ¿no? 


Llegaron los postres y el café. Eché todo el sobre de azúcar en el mío y lo moví con cuidado. Sara me dijo que no siempre podía acertar y que a veces no todo es lo que parece, le di la razón sin mucho esfuerzo, aunque a mi siempre me han gustado más mis historias de mujeres solas, esperando que algo o alguien las arranque de su monotonía y sus vidas aburridas. Porque en realidad, en todas mis historias siempre soy yo ese salvador, ese desencadenante que consigue arrancar de las garras del tedio a mujeres infelices y solas.

La marcha de las nubes

El tren estaba a punto de partir. Se había ido llenando poco a poco al principio, para estar ahora, prácticamente lleno, con sólo unos cuantos asientos libres. Y yo sentía un vacío inmenso. Era como un agujero negro que comenzaba en mi estómago e iba avanzando hacia las puntas de mis dedos.  
Habíamos llegado con tiempo, como casi nunca. El AVE de las 6:50 con destino Barcelona tenía los asientos muy codiciados, y casi siempre llegábamos de los últimos y nos tocaban asientos separados. Pero esta vez fue diferente. Llegamos pasadas las seis y media y nos sentamos tranquilamente, juntos. Ramón abrió el periódico y se puso a leer. Yo le miraba. Me gusta robar esos momentos en los que él no se da cuenta, para mirarle. Lo hago a hurtadillas, disimulando. Lo enmascaro con un libro, la pantalla del ordenador, o como en este caso, con un espejito en el que hacía ver que me miraba los ojos, pero lo que hacía era mirarle a él.
El tren se puso en marcha. Ahora miraba a Ramón a través del reflejo de la ventanilla. El pelo desordenado, le caía sobre un lado. Seguía absorto en el periódico. Sentí unas ganas locas de pasarle la mano por el pelo, por la cara. Quería sentir la piel suave de su frente, sus cejas, su nariz grande y angulosa, los pelos de una barba incipiente ya un poco canosa. Pero me contuve, como siempre. Me bastaba con mirarle y pensar en la suerte que tenía. Ramón era un tipo atractivo. Un tipo atractivo y muy listo. Con un puestazo en una agencia creativa.  De esas que se subieron al carro de la televisión, luego de los vídeos musicales, luego de internet y ahora de las redes sociales. De esas que copaban los primeros puestos en los festivales de anuncios, en las listas de empresas con mayor beneficio anual, las que ganaban los premios a la conciliación, al mejor sitio para trabajar. Y ahí estaba yo, su ayudante. Mirándole a través de un reflejo. Sin verle del todo, pero sabiéndome todo de él. Las finas arrugas que se marcaban en su frente cuando estaba concentrado, las canas de su pelo, el lunar debajo de la nariz, los hoyuelos que se le formaban al reír. Llena de su imagen, pero vacía por dentro, sin nada más que un reflejo al que mirar.
Y recordé. Recordé la primera vez que le vi. Era un viernes por la tarde, verano. Recién licenciada y buscando mi primer trabajo. La entrevista era a las cuatro, y yo nerviosa, ya había llegado a las tres. Pero antes de que me decidiera a entrar en las oficinas, se puso a llover torrencialmente y en lo que tardé en recorrer los veinte metros que me separaban de la puerta, me empapé. Recuerdo subir toda chorreando, esperando que me abriera la puerta una secretaria y que me permitiera recomponer mi imagen en el baño antes de la entrevista. Pero lo que no podía imaginar es que me iba a abrir la puerta el mismo Ramón. Con vaqueros y camiseta, y una sonrisa demoledora que me dejó plantada en el umbral, sin poder pronunciar palabra. Con un hilo de voz conseguí decir que Ramón Echegui me esperaba para una entrevista y él, riendo, me dijo que había llegado temprano y que enseguida me atendía.
Comienza a amanecer, y el tren va ganando velocidad. Me escondo en mi jersey de lana y me envuelvo en la bufanda que llevo, sintiendo frío de repente. Nos vamos alejando de la ciudad y le pregunto a Ramón que si quiere un café. Un leve gesto con la cabeza me dice que sí. Me levanto y me acerco dando tumbos hasta la cafetería del tren. No se me da muy bien caminar en trenes, ni en la vida, pienso. Sigo recordando.
Recuerdo la primera vez que me tuve que quedar a trabajar hasta tarde yo sola con Ramón. Mi nerviosismo por no querer decir nada tonto y quedar como una adolescente que no sabe nada. No podía parar de apartarme el pelo de la cara y las gafas se me resbalaban por la nariz todo el tiempo. Recuerdo a Ramón mirándome desde el otro lado de la mesa. Recuerdo su cara seria, sus ojos clavados en mí, su media sonrisa. Recuerdo cómo apretaba una bola de goma, de esas que sirven para aliviar el estrés. Recuerdo que me pasó la bola y que no la supe agarrar y me dio en la frente. Recuerdo su risa y su voz pidiéndome perdón. Recuerdo diciéndome que me relajara, que las ideas siempre vienen cuando no las buscas desesperadamente.
Recuerdo otros proyectos, otras noches hasta muy tarde. La primera vez que me invitó a una copa. Recuerdo sus conversaciones sobre música, sobre literatura, sobre la última obra de teatro que había visto, el último restaurante al que había ido, la última exposición que había visitado.
El tren pasa por un túnel y las luces parpadean, tardan en encenderse un segundo más, dejándome a oscuras con dos cafés en la mano. Cierro los ojos. El recuerdo del primer café que me tomé con Ramón me inunda la nariz. Estábamos en Sevilla y habíamos ido a presentar la idea para el anuncio de la Junta de Andalucía. El sol se filtraba por la ventana de la cafetería y se reflejaba en los ojos de Ramón. “Vamos a conseguirlo, Lucía”, me dijo y me agarró con fuerza la mano durante cuatro segundos. Cuatro segundos en los que dejé de respirar, en los que mi mundo dio un vuelco y en los que yo me tuve que agarrar con fuerza al borde de la mesa para no caer en el abismo en el que ya estaba metida.
Porque supe que tenía un problema en cuanto le vi. Porque acepté un puesto de becaria con un sueldo bajísimo cuando sabía que podía haber conseguido cualquier otro trabajo en cualquier otra publicista de renombre. Porque sabía que le miraba con deseo y que le seguía por el despacho. Y porque sabía que él se daba cuenta. Porque ya llevaba así cuatro años. Y porque Ramón disfrutaba jugando al ratón y al gato conmigo. Sabía que con una sonrisa suya yo no tenía horario, que con una mirada y un mohín de su boca yo cancelaba mis planes y me quedaba a terminar las presentaciones y dibujar gráficos. Porque sabía que le admiraba y le creía un dios. Que memorizaba sus palabras y me hundía en sus gestos.
Por eso le fui tan fácil. Caí sin pensármelo y sin oponer resistencia. Desde el primer segundo, en el que me entrevistó toda mojada por la lluvia. No me importaba lo que dijeran las compañeras en la sala del café. Sé que no había sido la primera y no me importaba. A mis veintitrés años me sentía como una polilla a la que le habían dado el papel de mariposa en la función de final de curso. Era lista, era joven, era guapa, y no quería pensar demasiado.
Durante el primer año que trabajé allí Ramón no se molestó nada más que en jugar conmigo. Una mirada por allí, una sonrisa por allá. Un leve roce. Un comentario sobre mi pelo.
Llegué al asiento otra vez. Le pasé la taza de café a Ramón, que la cogió sin mirarme, siguió concentrado en el periódico. Igual que anoche. Sin mirarme, cenamos en su casa. Sin mirarme había abierto el vino, sin mirarme sirvió una copa y me la pasó. Sin mirarme, no paraba de hablar, me contaba el último libro que estaba leyendo. Miraba al vacío, un punto fijo por encima de mi hombro. Sin mirarme vimos un rato la tele y me llevó a la cama. Dormimos separados, sin tocarnos más de la cuenta. Y yo le miraba con la luz apagada, imaginándome su perfil, oyéndole respirar, cada vez más profundo, notando cómo caía dormido.
El tren disminuyó la velocidad, nos acercábamos a Zaragoza. Ramón seguía leyendo el periódico. Quería hablar con él, quería que me mirase, que me sonriese, que me viera. Pero no podía moverme. Ramón, pasó la página y me miró.
­-Lucía, ya no te quiero.
-¿¿Cómo?? -un susurro salió de mi boca. Vi mis ojos como platos reflejados en los suyos. Un pozo se abrió a mis pies, y caí, caí. Me agarraba a las paredes, pero la tierra se me metía debajo de las uñas y no conseguía frenarme.
-Ya no te quiero. Esta noche no vengas a mi casa. –Ramón siguió leyendo.
Yo no dije nada. No tenía nada que decir. Ramón lo había decidido todo desde el principio. Yo no había sido nada más que un juguete, un entretenimiento. Un juguete bonito y divertido al principio, vacío y roto al final.
Árboles y campos siguieron pasando. Seguí mirándole a hurtadillas por el reflejo de la ventana. Su gesto se había relajado, como si se hubiera quitado un peso de encima. Sabía que yo no iba a decir nada, que no le iba a hacer reproches ni preguntas. La única vez que le hice una pregunta fue la primera vez que nos acostamos. Habíamos salido a celebrar con todo el equipo la consecución de una gran cuenta de una conocida marca de moda. En el restaurante que habíamos  reservado, las botellas de vino se abrían sin cesar. Luego, en el bar de copas donde seguimos celebrando Ramón se pegó a mí. Me puso la mano en la espalda, mientras yo hablaba con Luis, el diseñador del proyecto. Su dedo empezó a hacer dibujos sobre mi espalda, y podía sentir un calor tremendo donde acababa de tocarme, como si no llevara nada de ropa. Al final nos quedamos solos, y cuando me levanté para irme, llena de miedo, me cogió de la mano y me llevó a su casa. En el taxi, noté un leve olor a alcohol en su boca, pero ya estaba tan ebria de él que no me importó. Al acabar, desnuda en su cama, le pregunté:
-¿Por qué yo?
-Lucía, yo no contesto preguntas. Si no te interesa puedes irte.
Pero él ya sabía que a mí sí me interesaba.  Estaba tan enganchada que me alimentaba sólo de sus palabras, de sus risas, de sus gestos.
Después, los años de la montaña rusa. El sexo a escondidas en la oficina, las risas en su casa de noche, las cenas en los restaurantes caros, los viajes a playas vírgenes. Pero también la sensación de no ser más que un accesorio, un animal de compañía. Los silencios pesados, las noches esperando que apareciera, las llamadas no contestadas.
A mi alrededor se hizo negro, y tardé en darme cuenta de que travesábamos otro túnel. Pensé que había dejado de ver y de oír. Sólo escuchaba un bum bum continuo, el ruido que hacía mi corazón protestando. Quería salir huyendo de mi pecho. De ese cuerpo traidor que no reaccionaba ante su destrucción, que no se movía, ni chillaba ni protestaba. Que no lanzaba el periódico por los aires y se encaraba con Ramón. Que no suplicaba, ni se arrodillaba, que no lloraba. De ese cuerpo traidor que seguía mirando por la ventana sin ver nada, que no oía el ruido del tren, ni las conversaciones del resto de pasajeros. Que se metió en el taxi en silencio cuando llegaron a la estación de Sants. Que lo único que hizo fue aferrarse con fuerza al pasamanos del coche y que aspiró un par de profundas bocanadas de aire salado y dulzón,  de ese aire húmedo y frío de la mañana, como si no pudiera respirar, sintiendo que se ahogaba con cada metro que avanzaba el coche,  que en cada semáforo que se paraba se hundía más en el asiento, haciéndose más pequeño, como queriendo desaparecer, pero sin conseguirlo.
A duras penas me bajé del coche y entré en el edificio donde teníamos la reunión. Después recuerdo que abrí la puerta de mi casa y me colapsé en el sofá. Ya era de noche y no tenía ni idea de lo que había pasado ese día. Las últimas doce horas habían desaparecido, habían muerto conmigo, en ese vagón del tren en el que me negué a hacer una pregunta, una pregunta que me quemaba por dentro y que no tenía respuesta. ¿Por qué yo?
Como pude me quité la ropa y me metí en la ducha. El agua caliente quemaba, y yo lo único que quería era sentir dolor, un dolor que me hiciera olvidarme de ese otro dolor que me abrasaba el corazón. Me tomé unas cuantas pastillas para dormir y me metí en la cama. El sueño vino rápido y con él una noche vacía y tranquila sin pesadillas ni sueños.
A la mañana siguiente me levanté, embotada todavía por las pastillas, me vestí y me dirigí a la oficina. Llegué pronto, no había casi nadie. Me senté ante mi ordenador y abrí el correo. Pasaron cinco minutos y yo no había pasado de la primera línea. Mi estómago estaba encogido, con miedo ante el inminente encuentro con Ramón. Cuando por fin apareció y le vi entrar, estaba como siempre. Ramón parecía feliz, limpio, recién duchado y afeitado,  oliendo a colonia. Le miro. Su pelo revuelto, Ramón se pasa la mano intentando peinarlo un poco. Me mira y me sonríe. A mí y al resto de la oficina. Trae buenas noticias. La reunión de ayer fue todo un éxito. Ayer a última hora le llamaron y le confirmaron que el proyecto era nuestro. 
-Nos salimos en la presentación. -eso dijo, guiñándome un ojo. -Habrá que celebrarlo, ¿no?
Sigo sin dejar de mirarle, y no puedo hablar. La gente se me acerca y me felicita a mí también. Sonrío, pero sigo sin decir nada. Quiero marcharme de ahí. El corazón me pide huir, salir corriendo y no volver jamás, pero a la vez no puedo moverme. Mis pies están pegados al suelo. La sonrisa se congela en mi cara y como puedo me dirijo a la cocina. No me doy cuenta, pero Ramón me sigue hasta allí.
-Anda, Lucía, ponme un café. -dice.
Yo lo hago, sin decir nada. Con dos cucharitas de azúcar y un chorro de leche. Como le gusta. Derramo la leche, estoy nerviosa. Y él lo sabe. El estómago se me revuelve, pero no reacciono. Le miro. Sonríe, es como si disfrutase viéndome así. Siento que me provoca, pero mis manos, mi pecho, siguen agarrotados. Pienso que ya no voy a poder tocarle, que ya no compartirá conmigo sus risas. O quizá sí, pienso que todo seguirá como antes, pero sin serlo. Ramón seguirá trabajando conmigo, iremos a reuniones, nos tomaremos algo después de trabajar, pero luego, él se irá, posiblemente con otra. Me mirará desde el otro lado de la mesa, me hará reír, me hablará del último libro que está leyendo. Y luego me tendré que ir a casa sola.
El dolor se me hace insoportable y el aire de la habitación se vuelve espeso.
-Déjame ir -le pido-. Déjame ir –repito.
Salgo de la cocina y me dirijo a mi mesa. Cojo mi abrigo y el bolso y ni me molesto en apagar el ordenador. Camino por la ciudad sin rumbo. Hace un día muy bonito. El sol brilla y me calienta un poco la cara. Yo le dejo hacer. Miro al cielo y veo unas nubes que se mueven despacio, sin prisa. Pequeños trozos de algodón moviéndose en un mar azul, diluidas, tocándose apenas. No pienso en nada. No pienso en el mañana, ni en el ahora, ni en qué hacer el resto de mis días. Sigo caminando, moviendo los pies rítmicamente, uno detrás de otro. Cruzo una calle, y otra calle, y otra. Cambio de dirección aleatoriamente, sin preocuparme dónde voy, pero siempre hacia delante, sin detenerme. Siento que voy escapando de ese abismo sin fondo. Por eso no paro. Noto cómo el tiempo pasa, pero no me preocupa la hora. Mi respiración se tranquiliza, y poco a poco me voy haciendo consciente de lo que me rodea. Un parque, niños pequeños jugando. Señoras con carros de la compra. Un chico se cruza conmigo y me sonríe. Jubilados leyendo el periódico. Una chica limpiando un portal. Un perro ladrando. Y yo, parada, en medio de todo ese bullicio, dejo que el sol me siga acariciando la cara, miro hacia el cielo, y reanudo mi caminar, siguiendo esta vez la marcha de las nubes.

Los día cualquiera


El día que conocí a Carolina me pareció un de esas chicas guapa y tonta. De esas que hay a miles. Era una chica muy guapa, con el pelo castaño y largo, un poco ondulado.  Tenía los ojos verdes y unos labios grandes y carnosos. Era la nueva novia de mi amigo Rafa. Y me pareció demasiada tía para él. O para cualquiera de nosotros. En cuanto la vi, lo primero que pensé es qué hacía ella aquí. Parecía fuera de lugar, estaba incómoda, se tocaba todo el rato el pelo y miraba constantemente el móvil. Como si se aburriera.
Fue una noche cualquiera. De esas en las que quedábamos en el bar de siempre, a beber cervezas, reírnos y arreglar el mundo. Esas noches en las que pensábamos que todo iría a mejor, que nuestros jefes dejarían de putearnos, no habría más peleas con la novia de turno y nuestro futuro se abría ante nosotros de manera limpia y sin obstáculos.
Era una noche de verano cualquiera, de esas calurosas, en las que lo único que te apetece es sentarte a beber cervezas y esperar a que la madrugada refresque el pegajoso asfalto. Una de esas noches de julio en las que nos reuníamos los amigos a la salida del trabajo. Antes de que la mayoría de nosotros se mudase del barrio a casas nuevas en nuevos barrios. Antes de que algunos se casaran y empezaran a tener hijos. Antes de la tragedia. Una de esas noches cualquiera  en las que sólo estábamos nosotros, sin demasiadas preocupaciones.
En una de esas noches Rafa nos presentó a Carolina. Llevaba viéndola poco más de un mes, pero se le notaba muy quedado. Rafa siempre se colgaba de las tías al principio. Y al final siempre lo pasaba fatal. Rafa era el típico tipo medio, ni muy alto ni muy bajo, ni muy delgado ni muy gordo, ni muy listo ni muy tonto. Era un tío alegre, trabajador y cabezota. Era mi amigo, uno de los mejores. Desde  que éramos pequeños. El que me escogía en su equipo de fútbol cuando el resto no lo hacía, el que me acompañaba a espiar a las niñas a la salida del colegio, el que me invitaba a comer los domingos cuando sabía que había habido follón en casa. Rafa era el que se moría por presentarme a sus novias. Y el que me seguía llamando para quedar cuando yo estaba en plan ermitaño.
Rafa llegó con Carolina una de estas noches cualquiera. La había conocido cuando a Carolina se le estropeó el coche. Rafa era mecánico, y no pudo resistirse a parar y ayudar a una chica guapa. Porque Carolina podía ser muchas cosas, y una de ellas es que era guapa. Lo que no sé es que vio en Rafa. Un chico de barrio, mecánico, sin estudios, que trabajaba en el taller de su padre desde los diecisiete años. Pero ahí estaban los dos. Ella, alta, con pantalones negros pitillo y sandalias de tacón. Fumando un cigarrillo tras otro y callada. Apenas habló con ninguno de nosotros. Contestaba cortamente a las preguntas que le hacíamos. No se reía de nuestros chistes y nuestras bromas. Y Rafa, sonriendo, feliz como un niño, le agarraba la mano todo el rato, acariciándosela, mirándole embobado y mirándonos a nosotros, con los ojos chispeantes de pura felicidad.
Sé que Carolina no me gustó, pero no pude dejar de pensar en ella los siguientes días. Era una sensación entre aversión y atracción. Así que empecé a no contestar las llamadas de Rafa. Estuve así una semana. Hasta que otro día cualquiera me la encontré en el portal. Carolina había venido a buscar a Rafa. Iba en coche. Uno de esos pequeños y potentes, nuevecito. Regalo de su padre. Estaba apoyada en el capó, el pelo recogido en una coleta y los ojos pintados de negro.  Llevaba una minifalda negra, y sus piernas se veían interminables. Me saludó con una sonrisa. Sus ojos verdes me miraron. Pude ver sus dientes blancos y un poco separados. Y sentí que lo que hubiera pensado hasta ahora ya no tenía importancia.
-Estoy esperando a Rafa-
-Qué tal-. Dijera lo que dijera, llegaba tarde. Llegué tarde a conocerla, Rafa lo hizo antes.
-Sale de trabajar ahora. Vamos a cenar al centro. ¿Tú no sales hoy?
-No, tengo que trabajar en mi tesis-. Mi famosa tesis, la excusa que ponía cuando no quería salir, cuando me quería ir pronto. De la que mi madre estaba tan orgullosa aunque no supiera de qué hablaba. Yo era el único de mis amigos que había estudiado. Historia. El listo, el que se pasaba horas leyendo libros aburridos. Siempre me gustó el pasado, leer sobre personas que estuvieron aquí antes que yo. Lo que hicieron, lo que sintieron. Personas que habían sufrido, vivido, querido de forma diferente pero a la vez parecida a mí. Personas que asesinaron por poder, o por amor. Que poseyeron el mundo o lucharon por él.
-Es verdad, me lo dijo Rafa. ¿Algo sobre la España de los años treinta?
-Sí, algo así.- Ya no me quedaba mucho para acabar. Después de cuatro años ya la tenía prácticamente terminada. En noviembre la presentaría ante el tribunal y ya sería doctor. Ya se acabarían los trabajos de mala muerte de profesor sustituto en institutos, o como profesor particular. Se acabaría el ser ayudante de catedrático. O eso pensaba yo.
Y estuvimos hablando mientras esperábamos a Rafa. Carolina me contó que trabajaba en una tienda de ropa, de esas megapijas, de un diseñador italiano o francés, qué más da. Que se pasaba los días rodeada de ropa cara y de señoras viejas y estupendas que podían gastarse miles de euros de una sentada y sin pestañear. Así me enteré de que estaba estudiando económicas, de que no le gustaba nada, pero que su padre se había empeñado y que era él el que le pagaba la universidad privada. Así que cuando iba por la universidad, se pasaba el rato rodeada de chicas y chicos de dinero, como ella, pero a la vez diferentes. Carolina no se conformaba con eso, quería algo más. No quería estudiar económicas, trabajar en la empresa de su padre, casarse con un buen chico y tener hijos. Lo noté por cómo hablaba. Buscaba algo más. Quizás un chico mecánico y callado, muy alejado de lo que sus padres considerarían oportuno, con las uñas manchadas de grasa y que no hubiera esquiado nunca. Pobre Rafa. Demasiado tópico. Pero a la vez no podía dejar de pensar en la suerte que había tenido Rafa. Carolina era preciosa. Y yo podía haber sido ese chico que no aprobasen sus padres. Mierda. Quería ser ese tío. Quería ser el tío que la Carolina rebelde ocultase a sus padres. El tipo que al presentar a sus amigas todas murmurasen.
Cuando Rafa llegó se alegró de verme. Llevaba una camisa de cuadros pequeños y unos chinos, en un intento por imitar el estilo de tío que pensaba que le gustaba a Carolina. O por lo menos del que pensaba que no se avergonzaría. Y supe que se había equivocado. Carolina no buscaba una copia barata de los chicos que la rondaban en la universidad, o de los hijos de los amigos de sus padres. Carolina quería al Rafa mecánico, con sus dedos manchados de grasa y su acento de barrio.
Me fui con ellos a cenar. Carolina me invitó. Dijo que era un buen momento para que me diera el aire, que tanto trabajar me estaba dejando gris. Y a Rafa le pareció bien. En el coche seguimos hablando, riéndonos. Cenamos en un restaurante mexicano. Y bebimos margaritas. Después de cenar Carolina nos convenció para ir a un club a bailar. Uno de esos sitios tan de moda, con música electrónica y luces de neón en el que las copas costaban igual que lo que ganaba dando clases particulares. Pero no me importó. Carolina bailaba sin parar. Rafa y ella se besaban en la pista, sin importarles quién les mirase. Al rato aparecieron unas amigas de Carolina, pero ella no les hizo mucho caso. Seguía sin problemas el guión escrito por ella de chica rebelde con novio de barrio pobre.  Las horas se me pasaron volando. La música, el alcohol, Rafa feliz, Carolina pletórica moviéndose sin parar.
A la vuelta Rafa se quedó dormido en el coche y comenzó a roncar. La risa de Carolina se me quedó grabada y deseé que no llegáramos nunca. No quería bajarme de aquel coche y meterme en mi cama solo. No quería encender la luz en mi cuarto y ver los libros sobre la mesa, abiertos de cualquier manera y esperándome.
Entre los dos subimos a Rafa por las escaleras. Su edificio no tenía ascensor. Le pedí a Carolina que me esperase en la puerta mientras llevaba a Rafa a su cuarto. Le quité los zapatos y le metí en la cama. Salí de allí sin hacer ruido y cerré la puerta con cuidado.
Llamé a Carolina. Pude oír su risa un par de pisos más arriba. La seguí hasta más allá del último piso. Estaba apoyada en la puerta que conducía a las calderas. No sabía qué decir. Mi mente estaba en blanco. Sólo la veía a ella. La imagen de una diosa despeinada, que me miraba con unos ojos verdes que brillaban y que podía leer mis pensamientos. Durante tres segundos me planteé el darme la vuelta y bajar de allí. Esperar a Carolina en la calle y acompañarla hasta su coche. Cerrar la puerta tras de ella y volver caminando a casa. Durante esos tres segundos me vi subiendo las escaleras de mi casa, abriendo la puerta y metiéndome en la cama. Pero supongo que bastaron esos tres segundos en los que no hice nada para que Carolina se acercase a mí despacio y me cogiera de la mano. Y que guiara mi mano hasta su falda, dentro de ella. Y pude tocar su ropa interior, suave y delicada. Fue ella la que se pegó a mí y me abrió la bragueta del pantalón. La que mirándome a los ojos comenzó a besarme. Yo seguía quieto, pensando que aún podía elegir. Que podía marcharme y no traicionar a mi mejor amigo. Que podía salir de allí y olvidarme de que era ahí y haciendo exactamente esto donde quería estar.
Pero no lo hice. Seguí acariciándola y besándola. Carolina sabía a tabaco y a alcohol. Su piel era suave y debajo de un ligero olor a sudor estaba el aroma a jabón de lavanda.  Al acabar la acompañé al coche. Quería decir algo, pero sólo fui capaz de cogerle de la mano. Bajamos los cinco pisos así. Llegamos al coche y vi cómo subía y arrancaba. Ninguno de los dos dijo una palabra.
Los siguientes días fueron un infierno. Me encerré en casa, y trabajé como un loco en mi tesis. No contestaba a las llamadas de Rafa. Ni a sus mensajes. Mi tesis se convirtió en todo en lo que me permitía pensar. Porque si pensaba en otras cosas, no sería la culpa lo que ocuparía mi cabeza sino el deseo de volver a la escalera con Carolina. Querría volver a subir los escalones uno a uno, despacio, imaginándomela arriba, esperándome. Pensaría en sus  caderas, en sus labios, en su lengua. Así que me concentré en la tesis. Apenas dormía ni comía, sólo trabajaba.
El día que acabé mi tesis Rafa vino a verme. Trescientas cincuenta y ocho páginas. Tras el punto y final oí el timbre de la puerta. Ahí estaba Rafa, igual que siempre, como otro día cualquiera.
-Dónde te metes, tío, es imposible dar contigo.
-He terminado mi tesis-. Eso fue lo que le dije cuando le vi ahí parado.
-Estupendo, vamos a celebrarlo.
Y nos fuimos al bar de siempre. Estaba bien estar ahí con Rafa, bebiendo cerveza. Hablábamos de cualquier cosa, de lo que haría a partir de ahora. Había acabado la tesis dos meses antes de presentarla, así que podría descansar. Podría ir incluso de vacaciones. A la playa. Podría buscarme un trabajo de camarero en algún pueblo de la costa y ligar con algunas guiris cachondas. Eso decía Rafa. O podría quedarme aquí y encontrarme por casualidad con Carolina. Podría ir mañana hasta la calle Serrano, pasear tranquilamente y entrar por casualidad en la tienda en la que trabajaba. O podría esperar a que saliera de trabajar. Invitarla a comer. Quería volver a verla.  
Una cerveza tras otra. Así fue como celebré el haber acabado mi tesis. Rafa y yo estuvimos sentados bebiendo, en la terraza de siempre, los dos solos, como en los mejores tiempos, como en los mejores días cualquiera. Dos amigos, sin más. Y la culpa seguía sin aparecer. Incluso hablamos de Carolina. De lo mucho que le gustaba y de lo sorprendido que aún se sentía de que ella quisiera estar con él. Se creía un tío con suerte. Y lo era. Estaban haciendo planes de futuro. Hablando de lo que podrían hacer en los meses siguientes. Ir a París, o a Londres de fin de semana. Carolina tenía un par de amigos viviendo en Berlín. Una semana en alguna isla griega. Antes de empezar el curso. A esquiar a Andorra en invierno. O alguna montería en el otoño.  En realidad era Carolina la que hacía los planes. Rafa se dejaba llevar. Decía que sí a todo. Todo le parecía bien. París, Londres, Berlín, eran sitios que no conocía, pero que le parecían bien siempre que fuera con ella. Igual podrían haber ido Toledo que a Chinchón. Rafa era feliz.
Al día siguiente me levanté tarde, con resaca. Y me fui al centro, a buscar a Carolina. Rafa estaría trabajando. Hacía calor, pero el cielo estaba nublado. Quizás lloviera por la tarde. A la salida del metro todavía tuve que caminar diez minutos para llegar a la tienda donde trabajaba Carolina. Caminé despacio, sin prisa, quería tomarme mi tiempo. Pensar en lo que le diría. Qué excusa pondría. Pasaba por aquí, tenía que hacer recados. Sólo quería verte.
Carolina estaba detrás del mostrador. Llevaba un vestido ceñido al cuerpo. Blanco y negro, como una segunda piel. El pelo recogido e iba maquillada. Parecía mayor y estaba preciosa. Entré y me miró. Sonrió.
-Has tardado mucho en venir-. Me dijo
-He acabado mi tesis-. Le dije. –Te invito a comer, para celebrarlo.
-No puedo, tengo el turno continuo, pero puedes recogerme a la salida.
El resto de la tarde estuve paseando por el centro. Fui a diferentes librerías, estuve en el museo del Prado. Paseé por Sol, por Gran Vía. Me compré un helado de chocolate y una botella de agua. Pensé en comprarle unas flores, pero me pareció innecesario. El tiempo pasaba muy lento. Parecía que no quería llegar la hora. Que el reloj avanzaba hacia atrás, en vez de hacia delante.
Cuando llegué Carolina me esperaba en la puerta. Sentada en un banco fumando un cigarrillo.
-¿Dónde piensas llevarme?
Por un momento me quedé en blanco. No lo había pensado. Todos los sitios que conocía me parecían poco para ella. Quería un sitio especial. Algo que no olvidara. Pero seguía sin ocurrírseme ninguno. La llevé a un bar cualquiera, uno al que iba mucho, estaba cerca de la universidad. Era un sitio escondido. Perfecto para una cita clandestina. Bebimos vermuth y tomamos torreznos y boquerones en vinagre. En un momento, una gota de aceite caía por su barbilla. Cogí una servilleta y se la limpié con suavidad. Carolina me pidió que nos marcháramos. Caminamos por la calle hasta su coche. Carolina conducía por las calles de Madrid. No sabía dónde nos dirigíamos. Me daba lo mismo. Pasamos por diferentes barrios y calles. Hasta llegar a un barrio de casas grandes y edificios señoriales. Con amplias avenidas. Carolina metió el coche en un garaje y subimos a su casa. Era el último piso. Sacó las llaves del bolso y vi como sus manos temblaban. No podía abrir la puerta. Así que la ayudé. Carolina se rió y me abrazó. Pegó su mejilla a la mía.
-No sabes cómo quería que vinieras a buscarme. He estado contando los días uno a uno.- Carolina me guió hasta su dormitorio. Tenía una cama grande, y posters y fotos pegados en las paredes. Había ropa y zapatos en el suelo.
Nos tumbamos en la cama. En el techo de su habitación había pintado un cielo con nubes. Estuvimos un rato adivinando las formas de las nubes. Carolina se quitó el vestido. No llevaba nada más que unas bragas negras. Me pareció preciosa. Se puso encima de mí. Me ayudó con el polo que llevaba. El sexo fue mejor que la primera vez. Sin prisas. Poco a poco, conociéndonos el uno al otro. Se nos hizo de día.
Carolina tenía el turno de mañana. Así que desayunamos cerca de su trabajo. Fui caminando hasta casa. Quería estirar esta noche. Que no acabase. Cuando llegué a casa me dormí hasta la tarde. Cuando me desperté tenía tres llamadas perdidas de Rafa, pero ninguna de Carolina. Y nada de culpa. Me molestaba pensar en qué haría ahora. Que haríamos ahora. Me duché, comí algo y salí a la calle. Al bar de siempre, como tantas otras tardes cualquiera.
Allí estaba Rafa, había terminado de trabajar y estaba bebiendo cerveza. Me dijo que estaba esperando a Carolina. Vendría en un rato. Había pensado en invitarla a cenar a su casa, ahora que sus padres no estaban. Llamar al chino o pedir una pizza. El corazón me dio un vuelco.
Vi el coche de Carolina entrar en la calle. Aparcó y se bajó. Cuando llegó hasta donde estábamos nosotros, se sentó en las rodillas de Rafa y le dio un beso en la boca. A mí me sonrió. En ese momento sentí que me ardía el estómago y se me nublaba la vista. Apreté las manos hasta que los nudillos se me quedaron blancos. Supe que podía matar por ella. Era capaz de levantarme de la silla, agarrar una de las botellas de cerveza que había sobre la mesa y estampársela en la cabeza a mi amigo. Pobre Rafa, no lo vería venir. Dos segundos y se habría acabado. Pero no me moví. Carolina y Rafa se levantaron y se marcharon. Pude verles ir, juntos, agarrados de la mano y riéndose. Carolina se volvió y me guiñó un ojo.
Esa noche era una noche cualquiera, pero no podía dormir. La imagen de Carolina marchándose con Rafa se repetía una y otra vez en mi cabeza, hasta que fue sustituida por otras peores. Ellos dos cenando, haciéndolo en el sofá de la casa de Rafa, luego en el suelo del pasillo. Luego en la cama de Rafa. Miré el reloj. Era sólo la una. Todavía quedaban horas y horas hasta que amaneciera. El teléfono empezó a sonar. Era Carolina. Estaba en mi portal. Abrí la puerta y la esperé en las escaleras. Mi madre dormía en su habitación.
Carolina me cogió de la mano y me preguntó que si había algún sitio donde pudiéramos ir. Supuse que podrías subir al último piso. Carolina olía bien. Yo subía detrás de ella, así que podía olor su perfume. Como a flores, lavanda seguro. Quería hablar con ella. O que ella me dijera qué estaba pasando. Si quería estar con Rafa o qué. Si ya no me quería ver más. Si quería que se lo dijera yo a Rafa. Que nos fugáramos a las Bahamas. Sacaría el dinero que tenía ahorrado. Me olvidaría de mi tesis. Allí podríamos encontrar un trabajo. Yo como pescador y ella haría pendientes y collares para los turistas.
No me di cuenta de que Carolina había empezado a hablar.
-¿En qué piensas? Te estaba diciendo que te he echado de menos.
Carolina me besó. Primero suavemente, luego más fuerte. Me pasó la mano por el pelo, por cara. Luego fue bajando. Intenté parar, hablar con ella. Contarle lo de las Bahamas. Que nos íbamos a mudar allí, que yo sería pescador y ella haría collares para los turistas. Pero no pude. Cada vez que tenía a Carolina cerca, sólo quería tocarla. Sentir que estaba dentro de ella. Oír cómo se corría. Cómo habría los ojos en ese segundo de placer y echaba la cabeza hacia atrás. Como se crispaban sus manos y me agarraba con más fuerza aún. 
Cuando acabamos empecé a hablar del viaje, de collares y pendientes. De trabajar de pescador. Carolina se rió.
-¿De qué hablas? ¡No entiendo nada!
Me quedé callado, pensando cómo seguir.
-Me gustas. Y también me gusta Rafa. Podemos seguir así o…
No terminó la frase. Pero lo entendí perfectamente. O nada. Me tendría que confirmar con estas citas clandestinas. Con verla a escondidas. Con tener que disimular cuando estuviera Rafa. Y no me importó.
Los días se sucedieron. Carolina y yo nos veíamos a escondidas. Unas veces iba a buscarla a la tienda y comía con ella en alguna cafetería de alrededor. Otras la recogía en su casa y desayunábamos juntos. Otras se acercaba ella después de haber estado con Rafa. No volvimos a hablar de la situación. Seguimos viéndonos los tres. A veces quedábamos a beber cerveza. O íbamos al cine. A Carolina le gustaban las películas en versión original. En inglés o francés. Películas chinas, turcas, checas. Carolina se sentaba en medio de los dos. A veces me daba la mano. Una vez le robé un beso mientras Rafa fue al servicio.
Carolina se divertía con esta situación. Nos tenía contentos y engañados a los dos, creo. Rafa estaba más contento, porque no sabía nada. Pensaba que Carolina era sólo suya. Y le encantaba ver que nos llevábamos bien. Que podíamos hablar de cosas. Carolina era lista y le gustaba la historia. Más el arte. Eso es lo que le hubiera gustado estudiar. Pintaba. En su casa tenía una habitación solo para ella. Trabajaba en varios cuadros a la vez. También dibujaba al carboncillo. No era raro que a veces, al despertarme en su cama la viera dibujándome. Quise saber si también dibujaba a Rafa, pero me tapó la boca con la mano. Intenté buscar dibujos de Rafa en su estudio, pero no encontré ninguno. Quizás los tendría escondidos. No me hizo sentir mejor.
A veces quedábamos con alguna de las amigas de Carolina. Salíamos los cuatro a alguna de las terrazas del centro. O íbamos a cenar. Rafa quería que me liara con alguna de ellas.  Alguna vez quedé con alguna. Eso hacía que Rafa no insistiera durante unos días. La primera vez que lo hice, Carolina se comportó igual que siempre. Se rió, bromeó, bebió igual. Como las otras noches cualquiera que habíamos estado juntos. Pero no me llamó después. Estuve dos días sin saber de ella. Ni de Rafa. Eso fue un fin de semana. Así que volví a quedar con la amiga de Carolina. Ya no recuerdo su nombre. Era rubia y bajita. Delgada. Creo que era agradable. Supongo que le gusté o algo, porque me llamó un par de veces más, pero no la contesté. Al tercer día sin saber nada de Carolina me acerqué a su trabajo. No sabía qué turno tendría, así que estaba allí a primera hora. Carolina llegó y entró sin mirarme. La seguí dentro. Me metí con ella en la trastienda. Se volvió y vi que sus ojos estaban húmedos.
-¿Te has acostado con ella, verdad?-
-No.- Mentí.
Carolina me abrazó con fuerza. Le acaricié la cabeza. Su pelo era suave. Olía a champú. Se apartó y me dijo que tenía que trabajar, que me marchara. Podíamos vernos luego.
Los días siguientes volvieron a ser como al principio. Quedábamos los tres para ir al cine o a cenar. Un fin de semana fuimos de excursión con más amigos. Hicimos una barbacoa y nos quedamos a dormir en una casa rural. Lo pasamos bien. La primera noche esperé a Carolina en mi cuarto pero no apareció. La segunda sí que vino. Seguí viendo a escondidas a Carolina. Nos veíamos en su casa, o a la salida de su trabajo. Empecé a hacer planes con ella. En el otoño podríamos ir de fin de semana. A Londres, por ejemplo. O más cerca, pasar un fin de semana en el parador de Toledo. Me guardé para mí el cómo lo íbamos a hacer, cómo se lo íbamos a ocultar a Rafa, me gustaba pensar que sí que podríamos hacerlo, que podríamos irnos juntos de viaje.
Una tarde cualquiera fui a buscar a Carolina al trabajo. Lo que no sabía es que Rafa había tenido la misma idea que yo. Quería darle una sorpresa. Cuando Carolina salió de la tienda, corrió hacia mí y me abrazó. Me besó. Fue en ese momento cuando vi a Rafa. Estaba apoyado en un árbol a tres metros de nosotros. Nos miró, se dio la vuelta y se marchó. Sólo yo me di cuenta. Carolina tenía los ojos cerrados. No le dije que Rafa nos había visto. Fuimos a su casa. Después, como otras tardes cualquiera, Carolina me llevó en su coche al barrio. Había quedado con Rafa.
Rafa nos esperaba en el bar, bebiendo cervezas. Primero llegué yo, como siempre. En la mesa había por lo menos ocho botellines vacíos. Rafa me miró y pude leer el odio en sus ojos. No dijo nada. Yo tampoco abrí la boca.
Carolina llegó, sonriendo, como siempre. Se acercó a darle un beso a Rafa, per éste apartó la cara. Ella me miró y dijo:
-¿Se lo has dicho, no?
-¡Os he visto, Carolina, esta tarde!- Rafa gritó. Se levantó de un salto y algunas de las botellas vacías cayeron al suelo. -¡Con mi amigo! ¡Puta zorra! Y tú, cabrón, ¿cómo has podido?-
La gente nos miraba. Carolina trataba de explicarse, no es lo que parece, sólo somos amigos. Yo no decía nada. Rafa se puso a caminar y ambos le seguimos. Llegó hasta donde estaba aparcado el coche de Carolina y le pidió las llaves. Los tres entramos.
Rafa condujo por las calles de Madrid hasta llegar a las afueras. Pero no se detuvo. Siguió conduciendo, por carreteras cada vez más pequeñas y cada vez más rápido. Ninguno de los tres decía nada. Se hizo de noche. Cada vez se veía peor. Hubo un momento en que me di cuenta de que ninguno de los tres llevaba puesto el cinturón de seguridad. Por instinto me lo abroché. Rafa seguía conduciendo. Carolina quería que parase, que lo hablásemos como personas civilizadas. Rafa empezó a gritar otra vez. Nos insultaba, decía que había sido un estúpido. Desde el asiento de atrás les miraba y sentía que no estaba allí. Lo veía todo desde fuera. Los gritos no llegaban a mis oídos, no sentía los vaivenes del coche. Yo no estaba allí, estaba en la habitación de Carolina, mirando el techo. Viendo las formas que dibujaban las nubes. Tranquilo, casi dormido. 
Desde donde estaba pude ver cómo Rafa aceleraba antes de entrar en una curva. Perdió el control del coche. Intentó frenar. Carolina salió disparada por el parabrisas. Comenzamos a dar vueltas. Rafa subía y bajaba con el coche. Su cuerpo golpeaba la carrocería como un peso muerto. Cerré los ojos.
Dos días después me desperté en el hospital. Mi madre estaba a mi lado. Por suerte, sólo me había roto un brazo y tres costillas. Pero me había dado un golpe muy fuerte en la cabeza y había perdido el conocimiento. Quise preguntar por Rafa y Carolina, pero no podía hablar. Me quedé dormido otra vez. Al despertar, estaba sólo en la habitación. Pude ver que era de noche a través de la ventana. Mi cuerpo estaba dolorido. Podía sentir cada músculo, pestaña, y pelo. Todo me pesaba. Eran como pequeñas rocas que tiraban de mí hacia abajo. Se clavaban en mis entrañas. Me quedé dormido otra vez.
A la mañana siguiente me despertaron voces en la habitación. Distinguí la de mi madre, pero no las otras dos. Posiblemente el médico y la enfermera. Abrí los ojos despacio. Mi madre estaba hablando con dos policías. Intenté incorporarme, pero no podía. Estaba paralizado. Me dolía todo el cuerpo. Hacer algún ruido. Llamar su atención. Los policías se marcharon y mi madre se acercó a mí. La pobre mujer tenía una pinta horrible. Ojeras, sin maquillar, sin peinar. Me cogió la mano y con la otra me acarició la cara. Pude ver lágrimas en sus ojos.
-Me alegro tanto de que por fin estés despierto. No intentes hablar- Una lágrima rodaba por su mejilla. – Has estado dos días dormido. Estrés postraumático, no sé, algo así me han dicho los médicos. Pero sólo tienes tres costillas rotas y el brazo. Y las magulladuras, claro. Como en tres días te darán el alta y nos iremos a casa.
Mi madre se quedó callada. Siguió acariciándome la mano. Me acercó un vaso con agua, e intentó que bebiera. Sentía la garganta y los labios secos.
-Rafa… Rafa…- Mi madre tragó, intentando hablar. –No sé qué recuerdas del accidente, pero Rafa ha muerto. Intentaron reanimarlo, pero no pudieron.
Mi madre me contó que otro conductor vio el accidente y llamó a una ambulancia, pero no estábamos cerca de ningún sitio, y cuando llegó la ambulancia no pudieron hacer nada por Rafa. Me contó que yo estaba fuera del coche, sentado en el suelo, apoyado en un árbol, y que no reaccioné. Me subieron en la ambulancia y ahí perdí el conocimiento. Que la chica que iba con nosotros, la chica, mi madre no sabía su nombre, o no pensó que fuera importante. Me contó que la chica que iba con nosotros había salido despedida por el parabrisas. Se había golpeado en la cabeza. Estaba mal, en la UCI.
Cerré los ojos. No quería recordar, pero en mi cabeza las imágenes de Rafa conduciendo como un loco y gritando se sucedían sin parar. El olor a gasolina y rueda quemada lo tenía metido en la nariz. Quise preguntarle más cosas sobre Carolina, pero las palabras no salían de mi boca.
Al día siguiente conseguí levantarme por primera vez. Mi madre había ido a casa, así que cogí el gotero y salí de la habitación. Pregunté por la UCI. Tuve que buscar el ascensor, bajar dos pisos y caminar por pasillos largos y brillantes, con luces que parpadeaban y me taladraban la cabeza.
Llegué a la habitación de Carolina. No entré. En la puerta estaban sus padres, hablando con el médico. Me quedé parado, como a tres metros. Ellos no me miraron, y aunque hablaban bajo, algo pude entender. Arañazos en la cara, mandíbula rota, cirugía reconstructiva. Después me enteré de que había tenido un colapso. Estuvo muerta un minuto, pero pudieron reanimarla en quirófano. Tenía rotas las dos piernas y aunque podría volver a andar, no sería igual que antes.
 Igual que antes. Ya nada sería igual que antes. Carolina estuvo ingresada cerca de un mes. Fui a visitarla todos los días. Me sentaba a su lado, un par de horas, sin decir mucho. Sus padres se acostumbraron a verme por allí. Vi a sus amigos, a sus primos. La gente iba y venía, algunos incluso más de una vez. Le traían bombones y flores. Pasteles, bizcochos. Pero Carolina apenas probaba nada de eso. Apenas comía ni hablaba. Sus padres le habían contado que Rafa había muerto. En cuanto estuvo consciente. Carolina tampoco hablaba mucho conmigo.
Cuando le dieron el alta, pregunté a su madre si podía seguir yendo a verla. Me llevaba un libro y leía a su lado en la cama. Pero Carolina no me decía mucho. Contestaba con monosílabos casi siempre. Un día no pude ir porque tuve que ir a revisión. Pero no creo que a Carolina le importase. Ya nada era igual que antes. Ella no era la misma. Muchos días tenía el pelo sucio y aunque se le habían curado los arañazos y heridas de la cara, había algo en ella que no era lo mismo. La acompañaba a la rehabilitación. Cuando pudo caminar, dábamos paseos por su barrio.
Yo echaba de menos a Rafa. Por las tardes, después de visitar a Carolina, me sentaba en la terraza donde había pasado tantas tardes cualquiera con Rafa y pedía una cerveza. Así hasta que llegaba la hora de ir a casa e intentar dormir. Pero en esas horas en las que me pasaba tumbado en la cama, eran las horas en las que más echaba de menos a Rafa.
El día que presenté mi tesis fue el último día que vi a Carolina. Me acerqué por la tarde a su casa. Llevaba flores. Se me ocurrió comprar una botella de cava, para celebrar que había acabado por fin, me di cuenta de que no tenía mucho que celebrar. Mi madre me decía que la vida sigue, y así es, pero nada era lo mismo. Yo no era el mismo. Seguía siendo solitario y poco hablador, pero por dentro, algo había cambiado. Quería alejarme de todo y de todos, así que acepté un puesto en una universidad del norte. Le conté a Carolina que me marchaba. Le pedí que se viniera conmigo. Le dije que cuidaría de ella, que tendríamos una casa con vistas al mar, con terraza, que podríamos tener flores, hortensias. Cocinaría para ella, daríamos paseos por la playa y cuando estuviera bien del todo, podríamos hacer excursiones en bicicleta. Ella podría matricularse en la universidad allí, continuar estudiando si es lo que quería. Estudiar arte. O no hacer nada. En un momento, me vi dentro de diez, quince años. Paseando de la mano con Carolina, quizás una niña pequeña a nuestro lado. Sería rubia. Con los ojos verdes como su madre. Alegre.
Pero las palabras de Carolina me sacaron de mis ensoñaciones. Nada es como antes, me dijo. Lo sé, quise decirle, pero estamos vivos. Nosotros estamos vivos. Eso es lo que quise decirle. Que echaba de menos a Rafa y que me acordaba de él todos los días. Las palabras se quedaron en mi cerebro, escondidas, con miedo a salir. Así que me acerqué  hasta donde estaba sentada Carolina y le di un beso en la mejilla. Me marché.
Antes de irme le dije que siempre la esperaría, que pensaría en ella y que cuando estuviera preparada, se viniera conmigo. Un último gesto romántico. Inútil. Los años han ido pasando, y Carolina se ha convertido en un recuerdo borroso. Muchos días pienso si no ha sido fruto de mi imaginación, si no lo soñé todo.
Camino por la playa de mi cuidad de acogida. Hace frío y caen algunas gotas de lluvia. Ya me he acostumbrado a ellas y no las noto. A lo lejos, veo una figura que se acerca. Es una mujer. Tiene el pelo largo y suelto. Pero no le veo bien la cara. Lleva una gabardina beige y botas negras. Me quedo parado. Y mi corazón se acelera. La mujer se va acercando, se va haciendo más y más grande. Sus rasgos se vuelven finos, definidos. No es Carolina. Se cruza conmigo y me sonríe. Sigo caminando, camino de mi casa con vistas al mar y hortensias en la terraza, como otra tarde cualquiera.

Las cajas

Cojo un libro de la estantería y paso la mano por la portada, limpiándole un poco el polvo. La luz que se filtra por la ventana me permite ver esas mismas motas de polvo moviéndose lentamente de un lado a otro. Estornudo. Meto el libro en la caja que tengo a mis pies y repito la operación. Sobre la mesa están las maquetas de los aviones que construí de pequeño y que antes colgaban del techo. Dos aviones, el bombardero de la Royal Air Force, y uno de los cazas alemanes de la segunda guerra mundial. También está mi favorito, una reproducción del Vickers Vimy con el que Alcock y Brown consiguieron atravesar por primera vez el Atlántico sin escalas. Estoy pensando en la mejor manera de embalarlos sin que sufran ningún daño cuando entra Hanna y se sienta en el sillón que hay junto a la ventana.

Durante los siguientes cinco minutos sigo metiendo mis libros en las cajas. Ya sólo me quedan dos estanterías.

-¿Te ayudo?- Hanna  sigue sentada en el sillón. Lleva unos pantalones blancos y una camiseta de rayas azul marino. El pelo lo lleva recogido en una trenza, pero se le escapan algunos mechones sueltos y siento la necesidad de colocárselos detrás de las orejas, como hacía antes, cuando estábamos bien.

 -Prefiero que no. – También preferiría que se marchara de la habitación, pero soy incapaz de decir nada. Así que continúo metiendo mis cosas en las cajas. Esas mismas cajas de cartón que recogí ayer de la tienda de ultramarinos de la esquina.

Mis libros están guardados en cajas de judías y de concentrado de tomate. En las cajas de sopa Campbell, los álbumes de fotos y las fotos enmarcadas. En la pared se notan las marcas donde antes estaban colgadas esas fotos. No recuerdo la última vez que se pintó esta habitación. Fotos en blanco y negro, de mi madre y mi padre. Mi madre cogiéndome en brazos, cuando sólo era un bebé. Fotos en color de Hanna y yo, esquiando y una de los días que pasamos en el lago Tahoe. Los dos con las narices quemadas. Hanna sonriendo.
Una foto de mí sentado a la mesa en mi despacho en la universidad, o la de la conferencia que di en Georgetown hace dos veranos. Momentos importantes de mi vida. Imagino que Hanna se levanta del sillón, saca la cámara de fotos y me saca unas cuantas metiendo mis cosas en las cajas. Así podría recordar siempre este momento.

El momento en el que estoy empaquetando todas mis cosas, o al menos las que me voy a llevar de mi casa, o mejor dicho, la casa que es ahora de Hanna. Este gran apartamento en Manhattan, al que nos mudamos hace siete años, con sus amplios ventanales delanteros, en el séptimo piso muy cerca de Central Park. En solo cinco minutos puedo estar corriendo por el parque. Me pongo las deportivas y me marcho. Sentir el viento que golpea mi cara. La libertad. Escapar. De los silencios. Del ruido de la televisión. La música muy alta. El no tener que hablar, no tener que pensar. No sufrir.

Por eso me marcho de casa. En realidad Hanna me lo ha pedido. Quiere pensar, en nosotros, me ha dicho.

Ya tengo todos los libros metidos en las cajas. Hanna ya no está en la habitación. En algún momento se ha levantado del sillón y ha salido. Se ha marchado a otro lado. Al lado del sillón ha dejado sus zapatos. Unas bailarinas rojas, con la suela un poco gastada en los bordes. Por su peculiar manera de caminar.

De los discos del salón no voy a coger ninguno. Casi todos son de Hanna. O los he comprado yo porque sé que a ella le gustaban.

Veo a Hanna sentada en la mesa de la cocina. Sigue descalza y se ha puesto una chaqueta gruesa de lana. Tiene una taza de té entre las manos, y mueve los dedos de los pies. Procuro que no me vea.

Me pongo las deportivas y salgo a correr. Bajo por las escaleras los siete pisos, no he sido capaz de esperar al ascensor. En mi mente sólo hay recuerdos de los momentos vividos esos años. La vez que subimos el sofá en el ascensor y se nos quedó enganchado en la parte superior. Y yo no podía salir, porque había entrado el primero, y Hanna sola no podía mover el sofá. Y acabó en el suelo, con un ataque de risa.

Le dije a Hanna que me marchaba mañana. Todavía me queda recoger mi ropa. Y tengo que buscarme un sitio donde vivir. Pero las baldosas en la acera se van convirtiendo en final líneas que voy dejando atrás, y poco a poco gotas de sudor van cayendo por mi frente y mi espalda. Y pierdo la noción del tiempo. Dejo que mis pies golpeen rítmicamente el suelo y mi mente se va quedando en blanco.

A la vuelta sólo tengo unas cajas que seguir llenando.

Esta tarde

Suena el despertador. Afuera aún está oscuro. Me estiro en la cama y me quedo bajo el edredón, un poco más. Me levanto y miro por la ventana. El cristal está un poco empañado y se han formado pequeños cristales de hielo al otro lado. Veo que a lo lejos el cielo comienza a clarear, las farolas siguen encendidas y la gente se apresura en la calle, camino del trabajo. En la acera de enfrente está Joe, el del puesto de perritos y café de al lado del metro. Es un negro alto y gordo, con un plumas rojo chillón, imposible no verle. Lleva puestas unas orejeras moradas y guantes amarillos. 

Me acerco hasta la cocina y enciendo la cafetera. Con una taza de café en la mano voy al baño y enciendo la radio. Pongo el tapón y abro el agua caliente. El espejo me devuelve el reflejo de un hombre cansado, con ojeras marcadas y una barba canosa de tres días. De joven había tenido el pelo moreno, oscuro, casi negro, fosco y rebelde, como los caballos en los bosques cercanos al rancho de los abuelos. Ahora era menos abundante y lleno de canas. Saco la espuma y la cuchilla de afeitar. Me gusta afeitarme con cuchilla, no con máquina. En la radio suena “Enjoy the silence” de Depeche Mode. En mi cabeza pasan imágenes rápidas, de otros tiempos, de otros lugares, otros olores, otras personas.

La letra de la canción me lleva a una noche de verano, una noche calurosa del mes de junio. El verano en el que me quedé en la universidad de Ohio State, trabajando en una de las pizzerías cercanas al campus. El verano en el que no quise volver a mi casa, que decidí que ya no volvería a mi pueblo, a esa casa grande y triste, llena de recuerdos de mi madre, de silencios solamente rotos por las latas de cerveza que continuamente abría mi padre y en la que el ruido de la televisión era lo único que compartíamos. Ese fue el verano en el que dejé a mis viejos amigos del pueblo, muchos de ellos trabajando ya en la fábrica cercana de neumáticos o en las granjas familiares, o los que habían tenido más suerte y se habían alistado en el ejército.

Ese fue el verano en el que conocí a Hanna.    

Recuerdo el concierto de Depeche Mode, el viaje en coche desde Columbus a Cincinnati. Hanna me había esperado a que acabara de trabajar y me había recogido en la pizzería. Su cabeza asomando por la ventanilla del viejo coche de su padre, su pelo rubio, largo y rizado, volando, su pequeño cuerpo embutido en unos estrechos vaqueros y una camiseta corta que le dejaba ver el ombligo. Recuerdo lo afortunado que me sentí. Lo duro que pensaba que era. Las dos horas en coche se me hicieron cortas. No recuerdo quién más nos acompañó ese día. Amigos suyos, seguro. Hanna tenía montones de amigos. Jugadores de fútbol o béisbol, matemáticos cerebritos o estudiantes de medicina. Empezamos a beber cerveza nada más subir al coche. En la radio el disco Violator de Depeche Mode, en mi bolsillo la entrada que me había costado dos semanas de duro trabajo y en mis ojos sólo ella.

Conocí a Hanna al principio de ese verano, vivía en el mismo dormitorio que yo, dos plantas más arriba y una noche me la encontré en las escaleras. Me sonrió y me habló, me contó que su compañera de cuarto se había ligado a un tío en un bar y que necesitaba hacer tiempo antes de poder volver a su habitación, que si no me importaba acompañarla un rato. Y no me importó. Me habló de su perro y sus hermanos, de que quería estudiar medicina, pero que no se le daba bien la química y que por eso estaba allí ese verano, tenía que hacer un curso extra para conseguir las notas necesarias. Hanna me habló de su casa en Atlanta, con ese dulce y suave acento suyo me contó que era la pequeña de cuatro hermanos, todos chicos, que su padre era abogado y que todos sus hermanos habían estudiado derecho y ya trabajaban en la firma familiar. Me la imaginé con su familia cenando un viernes por la noche, todos juntos, riendo y haciéndose bromas. Su madre cocinaba muy bien. Sabía hacer el mejor peach cobbler de todo el condado. Me habló de su compañera de cuarto, una chica grande y gorda, adicta al sexo, que la hacía pasar más tiempo fuera que dentro de su propia habitación. Por eso Hanna se acostumbró a buscarme y a quedarse en mi habitación por las noches.

A Hanna le gustaba la música y a mi ella, así que nos pasábamos las horas fumando y escuchando los discos que conseguíamos por ahí.

Al acabar el concierto, Hanna tenía hambre, así que la acompañé a comprar algo de comida. Nos sentamos en unas mesas de madera, de esas de los sitios de picnic, con largos bancos para sentarse. En nuestra mesa había tres personas más. Recuerdo a un hombre gordo, sentado en uno de los extremos del banco de enfrente, y a dos chicos en el otro lado, hablándose al oído. Hanna comía y hablaba sin parar, el concierto había sido la leche, el mejor momento cuando el cantante calló y dejó que el gentío corease el estribillo. De repente, los dos chicos de enfrente se levantaron y al mismo tiempo, el banco de madera se levantó por un lado, enviando al hombre gordo al suelo. Se quedó tumbado en el suelo, sin poderse levantar. Hanna y yo fuimos a ayudarle, pero el tipo no quería moverse. Se puso a llorar. Nos contó que su mujer le había abandonado hace un mes, y que le habían despedido la semana pasada. Se quedó allí, tumbado, llorando y lamentándose. Cogí a Hanna de la mano, y la arrastré hacia el aparcamiento. La besé entre dos coches.

La canción ha terminado. Y en mi mano sigue la cuchilla de afeitar. Mis mejillas están llenas de espuma. Termino de afeitarme y me ducho. Mientras el agua caliente cae sobre mis hombros pienso en el día de hoy. En cuanto salga de trabajar iré al despacho de Hanna. Y firmaremos los papeles del divorcio. Esta tarde a las 6, seré un hombre soltero, de nuevo. Estaré solo, como antes de conocerla, antes de que nos hiciéramos novios, antes de que nos casáramos y nos viviéramos a vivir a Nueva York. Y pienso en qué me he equivocado, y en el tiempo que hace que no he llamado a mi padre, que no he ido al pueblo, que no he estado en mi casa. Y me pregunto si puedo seguir llamando casa a ese lugar. O al espacioso apartamento  con grandes ventanales en el que viví con Hanna en el West End. O a este apartamento en Brooklyn, un tercer piso, con una cocina minúscula y un baño que gotea. Si mi hogar es esa casa grande, ese lugar que me resulta tan extraño, que ya casi ni recuerdo con precisión, pero que sigue apareciéndose en mis sueños. Esa casa grande, con dos pisos, donde nací, donde murió mi madre, donde el techo de mi habitación, con sus estrellas pintadas, me miraba cada noche y cada mañana. Esa casa en la que aprendí a reparar viejas radios, y a hacer maquetas de aviones.

He terminado de vestirme y mis ojos vagan por la habitación. Por el pequeño apartamento en el que llevo viviendo desde hace seis meses. Las cajas siguen apiladas unas sobre otras, con mis cosas. Llenas de fotos, maquetas,  libros y más libros. Mi vida en unas cajas. Unas cajas cerradas, encima unas de otras. Y siento la necesidad de volver a casa, y en un segundo me veo caminado, por la calle principal del pueblo, caminando con mi madre. Tengo cinco años otra vez y llevo un helado en la mano. Es verano, hace calor. Ella lleva un vestido rojo.

Y me imagino que llevo a Hanna a mi pueblo, y que conoce a mi padre. Y mi padre le cae bien. Ambos tienen el mismo sentido del humor, se ríen de los mismos chistes. También me veo firmando los papeles del divorcio, sin decir nada, sin dejar de mirar a Hanna, que llevará un traje de chaqueta gris, con una camisa blanca de seda, la falda un poco por encima de las rodillas, pero no mucho más, su pelo antes largo, ahora lo llevará corto, por el hombro, liso y con raya en medio. Sus manos se moverán nerviosas, esperando que firme, y sus ojos estarán serios y su boca será una línea recta. Y cuando me vaya sentirá un gran alivio de verme marchar. Y yo iré caminando despacio, hasta la Estación Central y compraré un billete de tren que me lleve a casa.