Esta tarde

Suena el despertador. Afuera aún está oscuro. Me estiro en la cama y me quedo bajo el edredón, un poco más. Me levanto y miro por la ventana. El cristal está un poco empañado y se han formado pequeños cristales de hielo al otro lado. Veo que a lo lejos el cielo comienza a clarear, las farolas siguen encendidas y la gente se apresura en la calle, camino del trabajo. En la acera de enfrente está Joe, el del puesto de perritos y café de al lado del metro. Es un negro alto y gordo, con un plumas rojo chillón, imposible no verle. Lleva puestas unas orejeras moradas y guantes amarillos. 

Me acerco hasta la cocina y enciendo la cafetera. Con una taza de café en la mano voy al baño y enciendo la radio. Pongo el tapón y abro el agua caliente. El espejo me devuelve el reflejo de un hombre cansado, con ojeras marcadas y una barba canosa de tres días. De joven había tenido el pelo moreno, oscuro, casi negro, fosco y rebelde, como los caballos en los bosques cercanos al rancho de los abuelos. Ahora era menos abundante y lleno de canas. Saco la espuma y la cuchilla de afeitar. Me gusta afeitarme con cuchilla, no con máquina. En la radio suena “Enjoy the silence” de Depeche Mode. En mi cabeza pasan imágenes rápidas, de otros tiempos, de otros lugares, otros olores, otras personas.

La letra de la canción me lleva a una noche de verano, una noche calurosa del mes de junio. El verano en el que me quedé en la universidad de Ohio State, trabajando en una de las pizzerías cercanas al campus. El verano en el que no quise volver a mi casa, que decidí que ya no volvería a mi pueblo, a esa casa grande y triste, llena de recuerdos de mi madre, de silencios solamente rotos por las latas de cerveza que continuamente abría mi padre y en la que el ruido de la televisión era lo único que compartíamos. Ese fue el verano en el que dejé a mis viejos amigos del pueblo, muchos de ellos trabajando ya en la fábrica cercana de neumáticos o en las granjas familiares, o los que habían tenido más suerte y se habían alistado en el ejército.

Ese fue el verano en el que conocí a Hanna.    

Recuerdo el concierto de Depeche Mode, el viaje en coche desde Columbus a Cincinnati. Hanna me había esperado a que acabara de trabajar y me había recogido en la pizzería. Su cabeza asomando por la ventanilla del viejo coche de su padre, su pelo rubio, largo y rizado, volando, su pequeño cuerpo embutido en unos estrechos vaqueros y una camiseta corta que le dejaba ver el ombligo. Recuerdo lo afortunado que me sentí. Lo duro que pensaba que era. Las dos horas en coche se me hicieron cortas. No recuerdo quién más nos acompañó ese día. Amigos suyos, seguro. Hanna tenía montones de amigos. Jugadores de fútbol o béisbol, matemáticos cerebritos o estudiantes de medicina. Empezamos a beber cerveza nada más subir al coche. En la radio el disco Violator de Depeche Mode, en mi bolsillo la entrada que me había costado dos semanas de duro trabajo y en mis ojos sólo ella.

Conocí a Hanna al principio de ese verano, vivía en el mismo dormitorio que yo, dos plantas más arriba y una noche me la encontré en las escaleras. Me sonrió y me habló, me contó que su compañera de cuarto se había ligado a un tío en un bar y que necesitaba hacer tiempo antes de poder volver a su habitación, que si no me importaba acompañarla un rato. Y no me importó. Me habló de su perro y sus hermanos, de que quería estudiar medicina, pero que no se le daba bien la química y que por eso estaba allí ese verano, tenía que hacer un curso extra para conseguir las notas necesarias. Hanna me habló de su casa en Atlanta, con ese dulce y suave acento suyo me contó que era la pequeña de cuatro hermanos, todos chicos, que su padre era abogado y que todos sus hermanos habían estudiado derecho y ya trabajaban en la firma familiar. Me la imaginé con su familia cenando un viernes por la noche, todos juntos, riendo y haciéndose bromas. Su madre cocinaba muy bien. Sabía hacer el mejor peach cobbler de todo el condado. Me habló de su compañera de cuarto, una chica grande y gorda, adicta al sexo, que la hacía pasar más tiempo fuera que dentro de su propia habitación. Por eso Hanna se acostumbró a buscarme y a quedarse en mi habitación por las noches.

A Hanna le gustaba la música y a mi ella, así que nos pasábamos las horas fumando y escuchando los discos que conseguíamos por ahí.

Al acabar el concierto, Hanna tenía hambre, así que la acompañé a comprar algo de comida. Nos sentamos en unas mesas de madera, de esas de los sitios de picnic, con largos bancos para sentarse. En nuestra mesa había tres personas más. Recuerdo a un hombre gordo, sentado en uno de los extremos del banco de enfrente, y a dos chicos en el otro lado, hablándose al oído. Hanna comía y hablaba sin parar, el concierto había sido la leche, el mejor momento cuando el cantante calló y dejó que el gentío corease el estribillo. De repente, los dos chicos de enfrente se levantaron y al mismo tiempo, el banco de madera se levantó por un lado, enviando al hombre gordo al suelo. Se quedó tumbado en el suelo, sin poderse levantar. Hanna y yo fuimos a ayudarle, pero el tipo no quería moverse. Se puso a llorar. Nos contó que su mujer le había abandonado hace un mes, y que le habían despedido la semana pasada. Se quedó allí, tumbado, llorando y lamentándose. Cogí a Hanna de la mano, y la arrastré hacia el aparcamiento. La besé entre dos coches.

La canción ha terminado. Y en mi mano sigue la cuchilla de afeitar. Mis mejillas están llenas de espuma. Termino de afeitarme y me ducho. Mientras el agua caliente cae sobre mis hombros pienso en el día de hoy. En cuanto salga de trabajar iré al despacho de Hanna. Y firmaremos los papeles del divorcio. Esta tarde a las 6, seré un hombre soltero, de nuevo. Estaré solo, como antes de conocerla, antes de que nos hiciéramos novios, antes de que nos casáramos y nos viviéramos a vivir a Nueva York. Y pienso en qué me he equivocado, y en el tiempo que hace que no he llamado a mi padre, que no he ido al pueblo, que no he estado en mi casa. Y me pregunto si puedo seguir llamando casa a ese lugar. O al espacioso apartamento  con grandes ventanales en el que viví con Hanna en el West End. O a este apartamento en Brooklyn, un tercer piso, con una cocina minúscula y un baño que gotea. Si mi hogar es esa casa grande, ese lugar que me resulta tan extraño, que ya casi ni recuerdo con precisión, pero que sigue apareciéndose en mis sueños. Esa casa grande, con dos pisos, donde nací, donde murió mi madre, donde el techo de mi habitación, con sus estrellas pintadas, me miraba cada noche y cada mañana. Esa casa en la que aprendí a reparar viejas radios, y a hacer maquetas de aviones.

He terminado de vestirme y mis ojos vagan por la habitación. Por el pequeño apartamento en el que llevo viviendo desde hace seis meses. Las cajas siguen apiladas unas sobre otras, con mis cosas. Llenas de fotos, maquetas,  libros y más libros. Mi vida en unas cajas. Unas cajas cerradas, encima unas de otras. Y siento la necesidad de volver a casa, y en un segundo me veo caminado, por la calle principal del pueblo, caminando con mi madre. Tengo cinco años otra vez y llevo un helado en la mano. Es verano, hace calor. Ella lleva un vestido rojo.

Y me imagino que llevo a Hanna a mi pueblo, y que conoce a mi padre. Y mi padre le cae bien. Ambos tienen el mismo sentido del humor, se ríen de los mismos chistes. También me veo firmando los papeles del divorcio, sin decir nada, sin dejar de mirar a Hanna, que llevará un traje de chaqueta gris, con una camisa blanca de seda, la falda un poco por encima de las rodillas, pero no mucho más, su pelo antes largo, ahora lo llevará corto, por el hombro, liso y con raya en medio. Sus manos se moverán nerviosas, esperando que firme, y sus ojos estarán serios y su boca será una línea recta. Y cuando me vaya sentirá un gran alivio de verme marchar. Y yo iré caminando despacio, hasta la Estación Central y compraré un billete de tren que me lleve a casa.

Lluvia naranja


Miro por la ventana y veo el mar revuelto.  Está gris, se agita y es ruidoso. Casi no puedo oír mis pensamientos. Me gustan los días así, con el viento zarandeando las palmeras del jardín y las olas rompiendo con fuerza en la orilla. Días en los que el viento sopla con tanta ímpetu que todo queda en suspenso. Barrer el porche, cuidar el jardín.  Pequeñas rutinas quedan aparcadas y disfruto de la pequeña libertad que me da el viento. En días así me gusta salir y pasear por la playa, con el pelo revuelto a cada paso y la arena golpeándome los tobillos.  Quizás preparar un bizcocho y liar unas croquetas. O leer toda la tarde, de cara a la ventana, con el mar al frente.

Cuando Ramiro me dijo que vivir al lado del mar sería todo un lujo, que estaría tranquila en este chalet enfrente del mar,  no me imaginé el trabajo que me daría. Mantener las ventanas limpias, barrer el porche, cuidar el jardín. Ni tampoco me habló del olor a humedad de esta casa vieja, ni del ruido del viento o de las cañerías que se atascan cada dos por tres. La urbanización, cercana al pueblo, está llena de chalets como éste, construidos en los años setenta y que compraron en su mayoría ingleses y belgas. Extranjeros hippies en busca del mar y el sol, de playas casi vírgenes, que se trajeron sus horarios continentales, sus comidas y sus partidas de bridge.

Los chalets, con sus paredes encaladas, son diferentes unos de otros. No como las nuevas urbanizaciones, con sus fases idénticas de chalets, alineados e iguales. Cada uno de estos chalets es distinto, de una sola planta en su mayoría, o con terrazas en la parte superior donde se pueden ver sábanas tendidas durante el día. Ventanas anchas y cuadradas, o alargadas, en forma de arco. Grandes puertas de madera de roble, setos de abeto bordeando o cualquier otro tipo de arbusto. Cada chalet tiene un estilo, un color.

El chalet en el que he estado viviendo los últimos cuatro meses, es grande, de planta cuadrada, bordeado por un porche adoquinado, por unos lados de la casa más ancho que por otro, con un amplio jardín y rodeado por un murete recubierto de un seto espeso que consigue proteger  la casa del viento y la arena. Una puerta separa el chalet de la playa. Y todas las mañanas, según me levanto lo primero que hago es acercarme hasta el agua y darme un baño en el mar. No soy  la única. Me alegra comprobar que otros vecinos hacen lo mismo. Esos ingleses con la piel curtida por las horas al sol se bañan con pantalones cortos y deportivas.

Miro por la ventana y veo un rayo a lo lejos. Parece que viene una tormenta. Una de esas que trae arena del Sáhara que tiñen las paredes blancas de las casas de color naranja, y  vuelven el aire espeso, encerrando a las gentes en sus casas.

Oigo el ruido del motor del coche que se para. Es Ramiro, que como cada jueves, viene  a traerme dinero y las cosas que no se pueden conseguir en la única tienda de la urbanización.

-¡Qué día! ¡Menudo viento!- Ramiro habla del tiempo, siempre es igual. La semana pasada fueron el sol y las temperaturas tan altas. Seguro que los ingleses todavía se bañaban en el mar, a pesar de estar ya bien entrado noviembre. Menos mal que al temporal, según la televisión, sólo le quedaba un día más.

-Es tarde- le digo.

-No he podido salir antes. Me he entretenido en el despacho.- Ramiro se excusa.

Al principio no le importaba quedarse más tiempo. Ahora ya sólo está el imprescindible para vaciar el coche y ver que todavía sigo viva. No ha encontrado el agua de colonia que me gusta, me ha traído otra, se la ha recomendado Sonia, pero si no me gusta, la semana que viene intentará traerme la mía de siempre.

-Necesito cuatro metros más de la tela que me trajiste la semana pasada e hilo blanco para hilvanar.

Coser me entretiene. Aunque durante muchos años abominé la costura,  ya no es así. Me paso las tardes sentada en el porche, con metros y metros de tela, haciendo cortinas, estores, e incluso me he atrevido con alguna falda. Así, hasta que el sol se pone y ya no veo nada.

Ramiro sigue descargando el coche. Yo ya me he hecho a la rutina de vivir aquí, a la rutina que dicta el mar y el viento. A cocinar para uno, a comprar pescado los viernes y carne los martes. A pasear sola, leer en la cama, regar las plantas.

Ramiro saca las últimas bolsas. Está a punto de irse, si no se lo pregunto ahora, tendré que esperar otra semana más.

-¿Qué tal está Sonia?

Sonia es mi única hija. La niña por la que me desviví, a la que cuidé con esmero. Ese esmero que ahora, según ella, le cuesta cientos de euros en terapia psicológica. Sonia es la hija a la que contaba cuentos por la noche y enseñé a montar en bicicleta. A la que llevé a París de pequeña, para que comiera croissants “au beurre”. La joven rebelde que se marchó con su profesor con veinte años y que no me deja ver a mis nietos. La  que escribe libros de autoayuda para mujeres gordas y que sale en las revistas  como ejemplo de mujer de éxito.

-Está bien, te manda saludos, intentará venir la próxima semana.- Ramiro siempre responde lo mismo. Las mismas palabras que la semana pasada.

Cuando por  fin se marcha, salgo al porche. Dejo que el viento me meza, se cuele por mi camisa y mi falda. Me suelto el pelo y lo dejo flotar, libre. El sol se está poniendo y el mar ya no está gris, es casi negro. Empiezan a caer gotas de lluvia, unas gotas grandes, naranjas, que dejan mancha en mis brazos, mi blusa, el suelo, mi pelo. Entro en la casa y me preparo para pasar otra noche más.

El invierno de Frankie Machine - Don Winslow

Nunca he sido una fan de las historias de mafiosos. Reconozco que no he visto los Soprano. Y en cuanto a las pelis, mi favorita y eso que no es que tenga mucho que ver con mafiosos de por sí es la de Con faldas y a lo loco. Pero aún así, las historias me gustan, esa necesidad de protección y pertenencia a un grupo, el concepto del honor, la falta de escrúpulos, el código ético que tienen, todo, me llama la atención.Y lo busqué. Y descubrí que en España tenía dos novelas publicadas, "El invierno de Frankie Machine" y "El poder del perro". Y leí una. Y me gustó. Tanto, que ahora me voy a leer la otra. 


Y he cambiado por completo la idea de aburrida que tenía de los libros de mafiosos. 

(la imagen la he sacado dela web) y aquí el enlace del autor

Me ha encantado el estilo, la historia y el personaje. No me he aburrido en absoluto. Así que dadle una oportunidad al libro.
Ahora ya sólo me queda que empiecen a gustarme los libros de espías.