Tu vida sin mí


A veces tu vida cambia en un segundo. Un segundo basta para darle la vuelta, para que de lo que estabas seguro pase a ser un recuerdo, mezquino en su esplendor, escurridizo en la memoria. Un segundo estás con ella, y al siguiente vuelves a estar solo. Y todo pasa a ser el último beso, la última palabra, la última lágrima. Tu vida se convierte en una espiral de últimas y primeras veces. El primer paseo sin ella, la primera película solo. De palabras que ya no le dirás, y se quedarán atrapadas en tu cabeza, que nunca recorrerán el breve camino de tus labios a los suyos. Y sólo has necesitado un segundo para pasar de un estado a otro. Y siempre te preguntas si lo podías haber hecho de otra forma. Si hubieras podido hacer algo para cambiarlo. El tiempo pasa, y las primeras veces se convierten en terceras y en cuartas. Y las últimas veces se van borrando, van desapareciendo, se van diluyendo, desdibujando, hasta que las mezclas y ya no recuerdas cuándo fue, ni las palabras exactas y no te importa.

Hacía mucho que no pensaba en ella. Por lo menos dos semanas. Por eso no me esperaba cruzarme con ella. Paseaba por la calle, sola, sonriente. Nos cruzamos y no nos dijimos nada. Hizo como si no me viera. Hice como si no la viera. Ahora siento tristeza por cómo acabamos. Hubo un tiempo en que estaba muy enfadado con ella. Enfadado porque no me eligió a mí. Porque no me quiso lo suficiente. Porque me utilizó, porque me hizo daño. Porque la hice daño, porque no supe quererla como ella quería.

Recordé la última vez que nos vimos. Habíamos quedado en un parque. Estaba anocheciendo y hacía mucho frío. Las luces de la calle comenzaban a encenderse y es en ese momento, en el que las formas de la calle, la gente se difuminan un poco, su contorno se hace poco claro y según te mueves todo va dejando un halo, como el que se ve en las fotografías. Caminamos un rato, hasta un bar cercano. No recuerdo qué pedí yo, pero recuerdo claramente que ella se había pedido un té y agarraba la taza con fuerza. Los nudillos los tenía blancos. Enseguida comenzó a llorar. Pero era un llanto manso, las lágrimas salían de sus ojos sin fuerza pero sin descanso, recorrían su cara, se deslizaban por su nariz y bajaban por su barbilla hasta caer en sus manos, la mesa.  La vi así, tan abandonada al llanto, que no supe qué decir. 

La vi desde lejos. Más delgada que antes, con el pelo más largo, suelto, ondulado, sin peinar. Llevaba unas gafas grandes, de pasta negra, Con un abrigo negro tipo capa. Unos vaqueros estrechos y zapatos de tacón. Llevaba los labios rojos. Estaba diferente, pero a la vez era la misma. Era más mayor, habían pasado cuatro años. Tenía más estilo. ¿Qué haría ahora? ¿Le saldrían los mismos hoyuelos al reírse? Parecía feliz y eso me molestó. La quería triste, hundida, fea. No podía imaginarme a una Lucía feliz sin mí. Una Lucía alegre, sonriente, viva, caminando con estilo, comiéndose el mundo.

Lucía lloraba. Al poco comenzó a hablar. Sus palabras, a diferencia de sus lágrimas lentas, se atropellaban, corrían sin descanso. Saltaban sobre mí, golpeándome. Recriminaciones, palabras agrias, odio extremo, cansancio infinito en cada una de sus palabras.  Cuando calló comenzó mi turno. Mis palabras buscaban su dolor, humillarla, golpearla. Los dos, haciéndonos daño. Al final, ella se marchó. Pude haber ido a buscarla, pararla, pedirle perdón, suplicarle, pero no quise. Estaba muy cansado. Y supe, que en el segundo en que decidí seguir sentado, estaba solo de nuevo. Siempre lo había estado. A pesar de la compañía de Lucía de los últimos meses, de estar sentado junto a ella en el sofá, o tumbados en la cama.

 ¿A dónde iría? Me di la vuelta y ya había doblado la calle. Ya no estaba, otra vez había salido de mi vida. Esta vez sin llorar, sin gritarme, sin reproches ni frases agrias. Sólo su pelo suelto, largo, flotaba delante de mí, empañando mi visión, mi vida sin ella. Su vida sin mí. 

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