Las cajas

Cojo un libro de la estantería y paso la mano por la portada, limpiándole un poco el polvo. La luz que se filtra por la ventana me permite ver esas mismas motas de polvo moviéndose lentamente de un lado a otro. Estornudo. Meto el libro en la caja que tengo a mis pies y repito la operación. Sobre la mesa están las maquetas de los aviones que construí de pequeño y que antes colgaban del techo. Dos aviones, el bombardero de la Royal Air Force, y uno de los cazas alemanes de la segunda guerra mundial. También está mi favorito, una reproducción del Vickers Vimy con el que Alcock y Brown consiguieron atravesar por primera vez el Atlántico sin escalas. Estoy pensando en la mejor manera de embalarlos sin que sufran ningún daño cuando entra Hanna y se sienta en el sillón que hay junto a la ventana.

Durante los siguientes cinco minutos sigo metiendo mis libros en las cajas. Ya sólo me quedan dos estanterías.

-¿Te ayudo?- Hanna  sigue sentada en el sillón. Lleva unos pantalones blancos y una camiseta de rayas azul marino. El pelo lo lleva recogido en una trenza, pero se le escapan algunos mechones sueltos y siento la necesidad de colocárselos detrás de las orejas, como hacía antes, cuando estábamos bien.

 -Prefiero que no. – También preferiría que se marchara de la habitación, pero soy incapaz de decir nada. Así que continúo metiendo mis cosas en las cajas. Esas mismas cajas de cartón que recogí ayer de la tienda de ultramarinos de la esquina.

Mis libros están guardados en cajas de judías y de concentrado de tomate. En las cajas de sopa Campbell, los álbumes de fotos y las fotos enmarcadas. En la pared se notan las marcas donde antes estaban colgadas esas fotos. No recuerdo la última vez que se pintó esta habitación. Fotos en blanco y negro, de mi madre y mi padre. Mi madre cogiéndome en brazos, cuando sólo era un bebé. Fotos en color de Hanna y yo, esquiando y una de los días que pasamos en el lago Tahoe. Los dos con las narices quemadas. Hanna sonriendo.
Una foto de mí sentado a la mesa en mi despacho en la universidad, o la de la conferencia que di en Georgetown hace dos veranos. Momentos importantes de mi vida. Imagino que Hanna se levanta del sillón, saca la cámara de fotos y me saca unas cuantas metiendo mis cosas en las cajas. Así podría recordar siempre este momento.

El momento en el que estoy empaquetando todas mis cosas, o al menos las que me voy a llevar de mi casa, o mejor dicho, la casa que es ahora de Hanna. Este gran apartamento en Manhattan, al que nos mudamos hace siete años, con sus amplios ventanales delanteros, en el séptimo piso muy cerca de Central Park. En solo cinco minutos puedo estar corriendo por el parque. Me pongo las deportivas y me marcho. Sentir el viento que golpea mi cara. La libertad. Escapar. De los silencios. Del ruido de la televisión. La música muy alta. El no tener que hablar, no tener que pensar. No sufrir.

Por eso me marcho de casa. En realidad Hanna me lo ha pedido. Quiere pensar, en nosotros, me ha dicho.

Ya tengo todos los libros metidos en las cajas. Hanna ya no está en la habitación. En algún momento se ha levantado del sillón y ha salido. Se ha marchado a otro lado. Al lado del sillón ha dejado sus zapatos. Unas bailarinas rojas, con la suela un poco gastada en los bordes. Por su peculiar manera de caminar.

De los discos del salón no voy a coger ninguno. Casi todos son de Hanna. O los he comprado yo porque sé que a ella le gustaban.

Veo a Hanna sentada en la mesa de la cocina. Sigue descalza y se ha puesto una chaqueta gruesa de lana. Tiene una taza de té entre las manos, y mueve los dedos de los pies. Procuro que no me vea.

Me pongo las deportivas y salgo a correr. Bajo por las escaleras los siete pisos, no he sido capaz de esperar al ascensor. En mi mente sólo hay recuerdos de los momentos vividos esos años. La vez que subimos el sofá en el ascensor y se nos quedó enganchado en la parte superior. Y yo no podía salir, porque había entrado el primero, y Hanna sola no podía mover el sofá. Y acabó en el suelo, con un ataque de risa.

Le dije a Hanna que me marchaba mañana. Todavía me queda recoger mi ropa. Y tengo que buscarme un sitio donde vivir. Pero las baldosas en la acera se van convirtiendo en final líneas que voy dejando atrás, y poco a poco gotas de sudor van cayendo por mi frente y mi espalda. Y pierdo la noción del tiempo. Dejo que mis pies golpeen rítmicamente el suelo y mi mente se va quedando en blanco.

A la vuelta sólo tengo unas cajas que seguir llenando.