La venganza no sabe a calamares en su tinta



La noche en que Martín me dejó fue el día en que descubrí que de verdad no me gustan los calamares en su tinta. Demasiado blandos, como masticar chicle. Martín se marchó diciéndome que su mujer se había enterado de lo nuestro y que él le había pedido una oportunidad. Habíamos quedado a cenar y pedí calamares. Que no podía pensar en perder a sus hijos. Y además se te queda toda la boca negra, los dientes, la lengua, los labios.

Los dos, en aquel restaurante, frente a frente, él hablando y yo sin abrir la boca. Negra, manchada, tragando con esfuerzo. Granos de arroz pegados en mis dientes.

Martín se marchó y yo me quedé sola una vez más, con una cafetera demasiado grande para mí, dos chuletones en la nevera y un viaje a Menorca para dos en uno de los cajones del mueble de la entrada.

Martín era mi jefe. Lo había sido desde el día en el que entró en la empresa en la que trabajo, hace cuatro meses. Juntos habíamos estado los últimos tres meses. Tres meses de risas, de lágrimas, de escapadas, de escenas, copas, comidas de trabajo, de cenas canceladas a última hora.

No supe que estaba casado y tenía dos hijos hasta mucho después. Me enteré por casualidad, hace poco menos de tres semanas. Lo vi por la calle, iba paseando de la mano de una mujer  y con dos niños. Por qué no me enfrenté a él en ese momento, ni idea. Por qué no me acerqué, le llamé cerdo asqueroso, esperé a que su mujer se pusiera a gritar y él tratara de explicarse, ni idea.
Esperé cuatro días. Cuatro días que se me hicieron eternos. Cuatro días en los que seguí trabajando, seguí comiendo, durmiendo y vistiéndome como siempre. Cuatro días de dudas e inseguridades, de no querer creérmelo, otra vez. Otra vez con un hombre casado. Cuatro días en los que las piezas iban encajando una a una, hasta que ya no pude dudar más y tuve que decírselo. Martín no lo negó. Pero me dijo que su matrimonio estaba acabado y que sólo estaban juntos por los niños. Y me lo creí. Otra vez. Como siempre.
Me dijo que me quería, que mi cuerpo le volvía loco, que era su media naranja, que ya no sentía nada por su mujer. 

Pero dos semanas después me dejó. Después vinieron los días de tener que seguir viéndole en el trabajo y de tenerlo presente en mi casa y en mi mente. Días en los que no tenía ganas de levantarme, ni de comer, ni de ponerme rímel. En los que los tacones se quedaron al final del armario.  Quizás fue porque se acercaba mi cumpleaños y este año me caían cuarenta. Porque estaba sola otra vez, porque mi madre se empeñaba en decirme que Martín era buen chico y que algo habría hecho yo, que ya no tenía edad de minifaldas ni de llevar el pelo largo. Porque casi nunca llegaba a fin de mes y tenía que comprar las ofertas del súper. Porque no me subían el sueldo. Porque mi madre volvía con la idea de que me fuera a vivir con ella, que quién me iba a cuidar mejor que ella, o porque sentía que llevaba un cartel colgado en la espalda de “ven, diviértete conmigo y luego déjame”. 

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