Los día cualquiera


El día que conocí a Carolina me pareció un de esas chicas guapa y tonta. De esas que hay a miles. Era una chica muy guapa, con el pelo castaño y largo, un poco ondulado.  Tenía los ojos verdes y unos labios grandes y carnosos. Era la nueva novia de mi amigo Rafa. Y me pareció demasiada tía para él. O para cualquiera de nosotros. En cuanto la vi, lo primero que pensé es qué hacía ella aquí. Parecía fuera de lugar, estaba incómoda, se tocaba todo el rato el pelo y miraba constantemente el móvil. Como si se aburriera.
Fue una noche cualquiera. De esas en las que quedábamos en el bar de siempre, a beber cervezas, reírnos y arreglar el mundo. Esas noches en las que pensábamos que todo iría a mejor, que nuestros jefes dejarían de putearnos, no habría más peleas con la novia de turno y nuestro futuro se abría ante nosotros de manera limpia y sin obstáculos.
Era una noche de verano cualquiera, de esas calurosas, en las que lo único que te apetece es sentarte a beber cervezas y esperar a que la madrugada refresque el pegajoso asfalto. Una de esas noches de julio en las que nos reuníamos los amigos a la salida del trabajo. Antes de que la mayoría de nosotros se mudase del barrio a casas nuevas en nuevos barrios. Antes de que algunos se casaran y empezaran a tener hijos. Antes de la tragedia. Una de esas noches cualquiera  en las que sólo estábamos nosotros, sin demasiadas preocupaciones.
En una de esas noches Rafa nos presentó a Carolina. Llevaba viéndola poco más de un mes, pero se le notaba muy quedado. Rafa siempre se colgaba de las tías al principio. Y al final siempre lo pasaba fatal. Rafa era el típico tipo medio, ni muy alto ni muy bajo, ni muy delgado ni muy gordo, ni muy listo ni muy tonto. Era un tío alegre, trabajador y cabezota. Era mi amigo, uno de los mejores. Desde  que éramos pequeños. El que me escogía en su equipo de fútbol cuando el resto no lo hacía, el que me acompañaba a espiar a las niñas a la salida del colegio, el que me invitaba a comer los domingos cuando sabía que había habido follón en casa. Rafa era el que se moría por presentarme a sus novias. Y el que me seguía llamando para quedar cuando yo estaba en plan ermitaño.
Rafa llegó con Carolina una de estas noches cualquiera. La había conocido cuando a Carolina se le estropeó el coche. Rafa era mecánico, y no pudo resistirse a parar y ayudar a una chica guapa. Porque Carolina podía ser muchas cosas, y una de ellas es que era guapa. Lo que no sé es que vio en Rafa. Un chico de barrio, mecánico, sin estudios, que trabajaba en el taller de su padre desde los diecisiete años. Pero ahí estaban los dos. Ella, alta, con pantalones negros pitillo y sandalias de tacón. Fumando un cigarrillo tras otro y callada. Apenas habló con ninguno de nosotros. Contestaba cortamente a las preguntas que le hacíamos. No se reía de nuestros chistes y nuestras bromas. Y Rafa, sonriendo, feliz como un niño, le agarraba la mano todo el rato, acariciándosela, mirándole embobado y mirándonos a nosotros, con los ojos chispeantes de pura felicidad.
Sé que Carolina no me gustó, pero no pude dejar de pensar en ella los siguientes días. Era una sensación entre aversión y atracción. Así que empecé a no contestar las llamadas de Rafa. Estuve así una semana. Hasta que otro día cualquiera me la encontré en el portal. Carolina había venido a buscar a Rafa. Iba en coche. Uno de esos pequeños y potentes, nuevecito. Regalo de su padre. Estaba apoyada en el capó, el pelo recogido en una coleta y los ojos pintados de negro.  Llevaba una minifalda negra, y sus piernas se veían interminables. Me saludó con una sonrisa. Sus ojos verdes me miraron. Pude ver sus dientes blancos y un poco separados. Y sentí que lo que hubiera pensado hasta ahora ya no tenía importancia.
-Estoy esperando a Rafa-
-Qué tal-. Dijera lo que dijera, llegaba tarde. Llegué tarde a conocerla, Rafa lo hizo antes.
-Sale de trabajar ahora. Vamos a cenar al centro. ¿Tú no sales hoy?
-No, tengo que trabajar en mi tesis-. Mi famosa tesis, la excusa que ponía cuando no quería salir, cuando me quería ir pronto. De la que mi madre estaba tan orgullosa aunque no supiera de qué hablaba. Yo era el único de mis amigos que había estudiado. Historia. El listo, el que se pasaba horas leyendo libros aburridos. Siempre me gustó el pasado, leer sobre personas que estuvieron aquí antes que yo. Lo que hicieron, lo que sintieron. Personas que habían sufrido, vivido, querido de forma diferente pero a la vez parecida a mí. Personas que asesinaron por poder, o por amor. Que poseyeron el mundo o lucharon por él.
-Es verdad, me lo dijo Rafa. ¿Algo sobre la España de los años treinta?
-Sí, algo así.- Ya no me quedaba mucho para acabar. Después de cuatro años ya la tenía prácticamente terminada. En noviembre la presentaría ante el tribunal y ya sería doctor. Ya se acabarían los trabajos de mala muerte de profesor sustituto en institutos, o como profesor particular. Se acabaría el ser ayudante de catedrático. O eso pensaba yo.
Y estuvimos hablando mientras esperábamos a Rafa. Carolina me contó que trabajaba en una tienda de ropa, de esas megapijas, de un diseñador italiano o francés, qué más da. Que se pasaba los días rodeada de ropa cara y de señoras viejas y estupendas que podían gastarse miles de euros de una sentada y sin pestañear. Así me enteré de que estaba estudiando económicas, de que no le gustaba nada, pero que su padre se había empeñado y que era él el que le pagaba la universidad privada. Así que cuando iba por la universidad, se pasaba el rato rodeada de chicas y chicos de dinero, como ella, pero a la vez diferentes. Carolina no se conformaba con eso, quería algo más. No quería estudiar económicas, trabajar en la empresa de su padre, casarse con un buen chico y tener hijos. Lo noté por cómo hablaba. Buscaba algo más. Quizás un chico mecánico y callado, muy alejado de lo que sus padres considerarían oportuno, con las uñas manchadas de grasa y que no hubiera esquiado nunca. Pobre Rafa. Demasiado tópico. Pero a la vez no podía dejar de pensar en la suerte que había tenido Rafa. Carolina era preciosa. Y yo podía haber sido ese chico que no aprobasen sus padres. Mierda. Quería ser ese tío. Quería ser el tío que la Carolina rebelde ocultase a sus padres. El tipo que al presentar a sus amigas todas murmurasen.
Cuando Rafa llegó se alegró de verme. Llevaba una camisa de cuadros pequeños y unos chinos, en un intento por imitar el estilo de tío que pensaba que le gustaba a Carolina. O por lo menos del que pensaba que no se avergonzaría. Y supe que se había equivocado. Carolina no buscaba una copia barata de los chicos que la rondaban en la universidad, o de los hijos de los amigos de sus padres. Carolina quería al Rafa mecánico, con sus dedos manchados de grasa y su acento de barrio.
Me fui con ellos a cenar. Carolina me invitó. Dijo que era un buen momento para que me diera el aire, que tanto trabajar me estaba dejando gris. Y a Rafa le pareció bien. En el coche seguimos hablando, riéndonos. Cenamos en un restaurante mexicano. Y bebimos margaritas. Después de cenar Carolina nos convenció para ir a un club a bailar. Uno de esos sitios tan de moda, con música electrónica y luces de neón en el que las copas costaban igual que lo que ganaba dando clases particulares. Pero no me importó. Carolina bailaba sin parar. Rafa y ella se besaban en la pista, sin importarles quién les mirase. Al rato aparecieron unas amigas de Carolina, pero ella no les hizo mucho caso. Seguía sin problemas el guión escrito por ella de chica rebelde con novio de barrio pobre.  Las horas se me pasaron volando. La música, el alcohol, Rafa feliz, Carolina pletórica moviéndose sin parar.
A la vuelta Rafa se quedó dormido en el coche y comenzó a roncar. La risa de Carolina se me quedó grabada y deseé que no llegáramos nunca. No quería bajarme de aquel coche y meterme en mi cama solo. No quería encender la luz en mi cuarto y ver los libros sobre la mesa, abiertos de cualquier manera y esperándome.
Entre los dos subimos a Rafa por las escaleras. Su edificio no tenía ascensor. Le pedí a Carolina que me esperase en la puerta mientras llevaba a Rafa a su cuarto. Le quité los zapatos y le metí en la cama. Salí de allí sin hacer ruido y cerré la puerta con cuidado.
Llamé a Carolina. Pude oír su risa un par de pisos más arriba. La seguí hasta más allá del último piso. Estaba apoyada en la puerta que conducía a las calderas. No sabía qué decir. Mi mente estaba en blanco. Sólo la veía a ella. La imagen de una diosa despeinada, que me miraba con unos ojos verdes que brillaban y que podía leer mis pensamientos. Durante tres segundos me planteé el darme la vuelta y bajar de allí. Esperar a Carolina en la calle y acompañarla hasta su coche. Cerrar la puerta tras de ella y volver caminando a casa. Durante esos tres segundos me vi subiendo las escaleras de mi casa, abriendo la puerta y metiéndome en la cama. Pero supongo que bastaron esos tres segundos en los que no hice nada para que Carolina se acercase a mí despacio y me cogiera de la mano. Y que guiara mi mano hasta su falda, dentro de ella. Y pude tocar su ropa interior, suave y delicada. Fue ella la que se pegó a mí y me abrió la bragueta del pantalón. La que mirándome a los ojos comenzó a besarme. Yo seguía quieto, pensando que aún podía elegir. Que podía marcharme y no traicionar a mi mejor amigo. Que podía salir de allí y olvidarme de que era ahí y haciendo exactamente esto donde quería estar.
Pero no lo hice. Seguí acariciándola y besándola. Carolina sabía a tabaco y a alcohol. Su piel era suave y debajo de un ligero olor a sudor estaba el aroma a jabón de lavanda.  Al acabar la acompañé al coche. Quería decir algo, pero sólo fui capaz de cogerle de la mano. Bajamos los cinco pisos así. Llegamos al coche y vi cómo subía y arrancaba. Ninguno de los dos dijo una palabra.
Los siguientes días fueron un infierno. Me encerré en casa, y trabajé como un loco en mi tesis. No contestaba a las llamadas de Rafa. Ni a sus mensajes. Mi tesis se convirtió en todo en lo que me permitía pensar. Porque si pensaba en otras cosas, no sería la culpa lo que ocuparía mi cabeza sino el deseo de volver a la escalera con Carolina. Querría volver a subir los escalones uno a uno, despacio, imaginándomela arriba, esperándome. Pensaría en sus  caderas, en sus labios, en su lengua. Así que me concentré en la tesis. Apenas dormía ni comía, sólo trabajaba.
El día que acabé mi tesis Rafa vino a verme. Trescientas cincuenta y ocho páginas. Tras el punto y final oí el timbre de la puerta. Ahí estaba Rafa, igual que siempre, como otro día cualquiera.
-Dónde te metes, tío, es imposible dar contigo.
-He terminado mi tesis-. Eso fue lo que le dije cuando le vi ahí parado.
-Estupendo, vamos a celebrarlo.
Y nos fuimos al bar de siempre. Estaba bien estar ahí con Rafa, bebiendo cerveza. Hablábamos de cualquier cosa, de lo que haría a partir de ahora. Había acabado la tesis dos meses antes de presentarla, así que podría descansar. Podría ir incluso de vacaciones. A la playa. Podría buscarme un trabajo de camarero en algún pueblo de la costa y ligar con algunas guiris cachondas. Eso decía Rafa. O podría quedarme aquí y encontrarme por casualidad con Carolina. Podría ir mañana hasta la calle Serrano, pasear tranquilamente y entrar por casualidad en la tienda en la que trabajaba. O podría esperar a que saliera de trabajar. Invitarla a comer. Quería volver a verla.  
Una cerveza tras otra. Así fue como celebré el haber acabado mi tesis. Rafa y yo estuvimos sentados bebiendo, en la terraza de siempre, los dos solos, como en los mejores tiempos, como en los mejores días cualquiera. Dos amigos, sin más. Y la culpa seguía sin aparecer. Incluso hablamos de Carolina. De lo mucho que le gustaba y de lo sorprendido que aún se sentía de que ella quisiera estar con él. Se creía un tío con suerte. Y lo era. Estaban haciendo planes de futuro. Hablando de lo que podrían hacer en los meses siguientes. Ir a París, o a Londres de fin de semana. Carolina tenía un par de amigos viviendo en Berlín. Una semana en alguna isla griega. Antes de empezar el curso. A esquiar a Andorra en invierno. O alguna montería en el otoño.  En realidad era Carolina la que hacía los planes. Rafa se dejaba llevar. Decía que sí a todo. Todo le parecía bien. París, Londres, Berlín, eran sitios que no conocía, pero que le parecían bien siempre que fuera con ella. Igual podrían haber ido Toledo que a Chinchón. Rafa era feliz.
Al día siguiente me levanté tarde, con resaca. Y me fui al centro, a buscar a Carolina. Rafa estaría trabajando. Hacía calor, pero el cielo estaba nublado. Quizás lloviera por la tarde. A la salida del metro todavía tuve que caminar diez minutos para llegar a la tienda donde trabajaba Carolina. Caminé despacio, sin prisa, quería tomarme mi tiempo. Pensar en lo que le diría. Qué excusa pondría. Pasaba por aquí, tenía que hacer recados. Sólo quería verte.
Carolina estaba detrás del mostrador. Llevaba un vestido ceñido al cuerpo. Blanco y negro, como una segunda piel. El pelo recogido e iba maquillada. Parecía mayor y estaba preciosa. Entré y me miró. Sonrió.
-Has tardado mucho en venir-. Me dijo
-He acabado mi tesis-. Le dije. –Te invito a comer, para celebrarlo.
-No puedo, tengo el turno continuo, pero puedes recogerme a la salida.
El resto de la tarde estuve paseando por el centro. Fui a diferentes librerías, estuve en el museo del Prado. Paseé por Sol, por Gran Vía. Me compré un helado de chocolate y una botella de agua. Pensé en comprarle unas flores, pero me pareció innecesario. El tiempo pasaba muy lento. Parecía que no quería llegar la hora. Que el reloj avanzaba hacia atrás, en vez de hacia delante.
Cuando llegué Carolina me esperaba en la puerta. Sentada en un banco fumando un cigarrillo.
-¿Dónde piensas llevarme?
Por un momento me quedé en blanco. No lo había pensado. Todos los sitios que conocía me parecían poco para ella. Quería un sitio especial. Algo que no olvidara. Pero seguía sin ocurrírseme ninguno. La llevé a un bar cualquiera, uno al que iba mucho, estaba cerca de la universidad. Era un sitio escondido. Perfecto para una cita clandestina. Bebimos vermuth y tomamos torreznos y boquerones en vinagre. En un momento, una gota de aceite caía por su barbilla. Cogí una servilleta y se la limpié con suavidad. Carolina me pidió que nos marcháramos. Caminamos por la calle hasta su coche. Carolina conducía por las calles de Madrid. No sabía dónde nos dirigíamos. Me daba lo mismo. Pasamos por diferentes barrios y calles. Hasta llegar a un barrio de casas grandes y edificios señoriales. Con amplias avenidas. Carolina metió el coche en un garaje y subimos a su casa. Era el último piso. Sacó las llaves del bolso y vi como sus manos temblaban. No podía abrir la puerta. Así que la ayudé. Carolina se rió y me abrazó. Pegó su mejilla a la mía.
-No sabes cómo quería que vinieras a buscarme. He estado contando los días uno a uno.- Carolina me guió hasta su dormitorio. Tenía una cama grande, y posters y fotos pegados en las paredes. Había ropa y zapatos en el suelo.
Nos tumbamos en la cama. En el techo de su habitación había pintado un cielo con nubes. Estuvimos un rato adivinando las formas de las nubes. Carolina se quitó el vestido. No llevaba nada más que unas bragas negras. Me pareció preciosa. Se puso encima de mí. Me ayudó con el polo que llevaba. El sexo fue mejor que la primera vez. Sin prisas. Poco a poco, conociéndonos el uno al otro. Se nos hizo de día.
Carolina tenía el turno de mañana. Así que desayunamos cerca de su trabajo. Fui caminando hasta casa. Quería estirar esta noche. Que no acabase. Cuando llegué a casa me dormí hasta la tarde. Cuando me desperté tenía tres llamadas perdidas de Rafa, pero ninguna de Carolina. Y nada de culpa. Me molestaba pensar en qué haría ahora. Que haríamos ahora. Me duché, comí algo y salí a la calle. Al bar de siempre, como tantas otras tardes cualquiera.
Allí estaba Rafa, había terminado de trabajar y estaba bebiendo cerveza. Me dijo que estaba esperando a Carolina. Vendría en un rato. Había pensado en invitarla a cenar a su casa, ahora que sus padres no estaban. Llamar al chino o pedir una pizza. El corazón me dio un vuelco.
Vi el coche de Carolina entrar en la calle. Aparcó y se bajó. Cuando llegó hasta donde estábamos nosotros, se sentó en las rodillas de Rafa y le dio un beso en la boca. A mí me sonrió. En ese momento sentí que me ardía el estómago y se me nublaba la vista. Apreté las manos hasta que los nudillos se me quedaron blancos. Supe que podía matar por ella. Era capaz de levantarme de la silla, agarrar una de las botellas de cerveza que había sobre la mesa y estampársela en la cabeza a mi amigo. Pobre Rafa, no lo vería venir. Dos segundos y se habría acabado. Pero no me moví. Carolina y Rafa se levantaron y se marcharon. Pude verles ir, juntos, agarrados de la mano y riéndose. Carolina se volvió y me guiñó un ojo.
Esa noche era una noche cualquiera, pero no podía dormir. La imagen de Carolina marchándose con Rafa se repetía una y otra vez en mi cabeza, hasta que fue sustituida por otras peores. Ellos dos cenando, haciéndolo en el sofá de la casa de Rafa, luego en el suelo del pasillo. Luego en la cama de Rafa. Miré el reloj. Era sólo la una. Todavía quedaban horas y horas hasta que amaneciera. El teléfono empezó a sonar. Era Carolina. Estaba en mi portal. Abrí la puerta y la esperé en las escaleras. Mi madre dormía en su habitación.
Carolina me cogió de la mano y me preguntó que si había algún sitio donde pudiéramos ir. Supuse que podrías subir al último piso. Carolina olía bien. Yo subía detrás de ella, así que podía olor su perfume. Como a flores, lavanda seguro. Quería hablar con ella. O que ella me dijera qué estaba pasando. Si quería estar con Rafa o qué. Si ya no me quería ver más. Si quería que se lo dijera yo a Rafa. Que nos fugáramos a las Bahamas. Sacaría el dinero que tenía ahorrado. Me olvidaría de mi tesis. Allí podríamos encontrar un trabajo. Yo como pescador y ella haría pendientes y collares para los turistas.
No me di cuenta de que Carolina había empezado a hablar.
-¿En qué piensas? Te estaba diciendo que te he echado de menos.
Carolina me besó. Primero suavemente, luego más fuerte. Me pasó la mano por el pelo, por cara. Luego fue bajando. Intenté parar, hablar con ella. Contarle lo de las Bahamas. Que nos íbamos a mudar allí, que yo sería pescador y ella haría collares para los turistas. Pero no pude. Cada vez que tenía a Carolina cerca, sólo quería tocarla. Sentir que estaba dentro de ella. Oír cómo se corría. Cómo habría los ojos en ese segundo de placer y echaba la cabeza hacia atrás. Como se crispaban sus manos y me agarraba con más fuerza aún. 
Cuando acabamos empecé a hablar del viaje, de collares y pendientes. De trabajar de pescador. Carolina se rió.
-¿De qué hablas? ¡No entiendo nada!
Me quedé callado, pensando cómo seguir.
-Me gustas. Y también me gusta Rafa. Podemos seguir así o…
No terminó la frase. Pero lo entendí perfectamente. O nada. Me tendría que confirmar con estas citas clandestinas. Con verla a escondidas. Con tener que disimular cuando estuviera Rafa. Y no me importó.
Los días se sucedieron. Carolina y yo nos veíamos a escondidas. Unas veces iba a buscarla a la tienda y comía con ella en alguna cafetería de alrededor. Otras la recogía en su casa y desayunábamos juntos. Otras se acercaba ella después de haber estado con Rafa. No volvimos a hablar de la situación. Seguimos viéndonos los tres. A veces quedábamos a beber cerveza. O íbamos al cine. A Carolina le gustaban las películas en versión original. En inglés o francés. Películas chinas, turcas, checas. Carolina se sentaba en medio de los dos. A veces me daba la mano. Una vez le robé un beso mientras Rafa fue al servicio.
Carolina se divertía con esta situación. Nos tenía contentos y engañados a los dos, creo. Rafa estaba más contento, porque no sabía nada. Pensaba que Carolina era sólo suya. Y le encantaba ver que nos llevábamos bien. Que podíamos hablar de cosas. Carolina era lista y le gustaba la historia. Más el arte. Eso es lo que le hubiera gustado estudiar. Pintaba. En su casa tenía una habitación solo para ella. Trabajaba en varios cuadros a la vez. También dibujaba al carboncillo. No era raro que a veces, al despertarme en su cama la viera dibujándome. Quise saber si también dibujaba a Rafa, pero me tapó la boca con la mano. Intenté buscar dibujos de Rafa en su estudio, pero no encontré ninguno. Quizás los tendría escondidos. No me hizo sentir mejor.
A veces quedábamos con alguna de las amigas de Carolina. Salíamos los cuatro a alguna de las terrazas del centro. O íbamos a cenar. Rafa quería que me liara con alguna de ellas.  Alguna vez quedé con alguna. Eso hacía que Rafa no insistiera durante unos días. La primera vez que lo hice, Carolina se comportó igual que siempre. Se rió, bromeó, bebió igual. Como las otras noches cualquiera que habíamos estado juntos. Pero no me llamó después. Estuve dos días sin saber de ella. Ni de Rafa. Eso fue un fin de semana. Así que volví a quedar con la amiga de Carolina. Ya no recuerdo su nombre. Era rubia y bajita. Delgada. Creo que era agradable. Supongo que le gusté o algo, porque me llamó un par de veces más, pero no la contesté. Al tercer día sin saber nada de Carolina me acerqué a su trabajo. No sabía qué turno tendría, así que estaba allí a primera hora. Carolina llegó y entró sin mirarme. La seguí dentro. Me metí con ella en la trastienda. Se volvió y vi que sus ojos estaban húmedos.
-¿Te has acostado con ella, verdad?-
-No.- Mentí.
Carolina me abrazó con fuerza. Le acaricié la cabeza. Su pelo era suave. Olía a champú. Se apartó y me dijo que tenía que trabajar, que me marchara. Podíamos vernos luego.
Los días siguientes volvieron a ser como al principio. Quedábamos los tres para ir al cine o a cenar. Un fin de semana fuimos de excursión con más amigos. Hicimos una barbacoa y nos quedamos a dormir en una casa rural. Lo pasamos bien. La primera noche esperé a Carolina en mi cuarto pero no apareció. La segunda sí que vino. Seguí viendo a escondidas a Carolina. Nos veíamos en su casa, o a la salida de su trabajo. Empecé a hacer planes con ella. En el otoño podríamos ir de fin de semana. A Londres, por ejemplo. O más cerca, pasar un fin de semana en el parador de Toledo. Me guardé para mí el cómo lo íbamos a hacer, cómo se lo íbamos a ocultar a Rafa, me gustaba pensar que sí que podríamos hacerlo, que podríamos irnos juntos de viaje.
Una tarde cualquiera fui a buscar a Carolina al trabajo. Lo que no sabía es que Rafa había tenido la misma idea que yo. Quería darle una sorpresa. Cuando Carolina salió de la tienda, corrió hacia mí y me abrazó. Me besó. Fue en ese momento cuando vi a Rafa. Estaba apoyado en un árbol a tres metros de nosotros. Nos miró, se dio la vuelta y se marchó. Sólo yo me di cuenta. Carolina tenía los ojos cerrados. No le dije que Rafa nos había visto. Fuimos a su casa. Después, como otras tardes cualquiera, Carolina me llevó en su coche al barrio. Había quedado con Rafa.
Rafa nos esperaba en el bar, bebiendo cervezas. Primero llegué yo, como siempre. En la mesa había por lo menos ocho botellines vacíos. Rafa me miró y pude leer el odio en sus ojos. No dijo nada. Yo tampoco abrí la boca.
Carolina llegó, sonriendo, como siempre. Se acercó a darle un beso a Rafa, per éste apartó la cara. Ella me miró y dijo:
-¿Se lo has dicho, no?
-¡Os he visto, Carolina, esta tarde!- Rafa gritó. Se levantó de un salto y algunas de las botellas vacías cayeron al suelo. -¡Con mi amigo! ¡Puta zorra! Y tú, cabrón, ¿cómo has podido?-
La gente nos miraba. Carolina trataba de explicarse, no es lo que parece, sólo somos amigos. Yo no decía nada. Rafa se puso a caminar y ambos le seguimos. Llegó hasta donde estaba aparcado el coche de Carolina y le pidió las llaves. Los tres entramos.
Rafa condujo por las calles de Madrid hasta llegar a las afueras. Pero no se detuvo. Siguió conduciendo, por carreteras cada vez más pequeñas y cada vez más rápido. Ninguno de los tres decía nada. Se hizo de noche. Cada vez se veía peor. Hubo un momento en que me di cuenta de que ninguno de los tres llevaba puesto el cinturón de seguridad. Por instinto me lo abroché. Rafa seguía conduciendo. Carolina quería que parase, que lo hablásemos como personas civilizadas. Rafa empezó a gritar otra vez. Nos insultaba, decía que había sido un estúpido. Desde el asiento de atrás les miraba y sentía que no estaba allí. Lo veía todo desde fuera. Los gritos no llegaban a mis oídos, no sentía los vaivenes del coche. Yo no estaba allí, estaba en la habitación de Carolina, mirando el techo. Viendo las formas que dibujaban las nubes. Tranquilo, casi dormido. 
Desde donde estaba pude ver cómo Rafa aceleraba antes de entrar en una curva. Perdió el control del coche. Intentó frenar. Carolina salió disparada por el parabrisas. Comenzamos a dar vueltas. Rafa subía y bajaba con el coche. Su cuerpo golpeaba la carrocería como un peso muerto. Cerré los ojos.
Dos días después me desperté en el hospital. Mi madre estaba a mi lado. Por suerte, sólo me había roto un brazo y tres costillas. Pero me había dado un golpe muy fuerte en la cabeza y había perdido el conocimiento. Quise preguntar por Rafa y Carolina, pero no podía hablar. Me quedé dormido otra vez. Al despertar, estaba sólo en la habitación. Pude ver que era de noche a través de la ventana. Mi cuerpo estaba dolorido. Podía sentir cada músculo, pestaña, y pelo. Todo me pesaba. Eran como pequeñas rocas que tiraban de mí hacia abajo. Se clavaban en mis entrañas. Me quedé dormido otra vez.
A la mañana siguiente me despertaron voces en la habitación. Distinguí la de mi madre, pero no las otras dos. Posiblemente el médico y la enfermera. Abrí los ojos despacio. Mi madre estaba hablando con dos policías. Intenté incorporarme, pero no podía. Estaba paralizado. Me dolía todo el cuerpo. Hacer algún ruido. Llamar su atención. Los policías se marcharon y mi madre se acercó a mí. La pobre mujer tenía una pinta horrible. Ojeras, sin maquillar, sin peinar. Me cogió la mano y con la otra me acarició la cara. Pude ver lágrimas en sus ojos.
-Me alegro tanto de que por fin estés despierto. No intentes hablar- Una lágrima rodaba por su mejilla. – Has estado dos días dormido. Estrés postraumático, no sé, algo así me han dicho los médicos. Pero sólo tienes tres costillas rotas y el brazo. Y las magulladuras, claro. Como en tres días te darán el alta y nos iremos a casa.
Mi madre se quedó callada. Siguió acariciándome la mano. Me acercó un vaso con agua, e intentó que bebiera. Sentía la garganta y los labios secos.
-Rafa… Rafa…- Mi madre tragó, intentando hablar. –No sé qué recuerdas del accidente, pero Rafa ha muerto. Intentaron reanimarlo, pero no pudieron.
Mi madre me contó que otro conductor vio el accidente y llamó a una ambulancia, pero no estábamos cerca de ningún sitio, y cuando llegó la ambulancia no pudieron hacer nada por Rafa. Me contó que yo estaba fuera del coche, sentado en el suelo, apoyado en un árbol, y que no reaccioné. Me subieron en la ambulancia y ahí perdí el conocimiento. Que la chica que iba con nosotros, la chica, mi madre no sabía su nombre, o no pensó que fuera importante. Me contó que la chica que iba con nosotros había salido despedida por el parabrisas. Se había golpeado en la cabeza. Estaba mal, en la UCI.
Cerré los ojos. No quería recordar, pero en mi cabeza las imágenes de Rafa conduciendo como un loco y gritando se sucedían sin parar. El olor a gasolina y rueda quemada lo tenía metido en la nariz. Quise preguntarle más cosas sobre Carolina, pero las palabras no salían de mi boca.
Al día siguiente conseguí levantarme por primera vez. Mi madre había ido a casa, así que cogí el gotero y salí de la habitación. Pregunté por la UCI. Tuve que buscar el ascensor, bajar dos pisos y caminar por pasillos largos y brillantes, con luces que parpadeaban y me taladraban la cabeza.
Llegué a la habitación de Carolina. No entré. En la puerta estaban sus padres, hablando con el médico. Me quedé parado, como a tres metros. Ellos no me miraron, y aunque hablaban bajo, algo pude entender. Arañazos en la cara, mandíbula rota, cirugía reconstructiva. Después me enteré de que había tenido un colapso. Estuvo muerta un minuto, pero pudieron reanimarla en quirófano. Tenía rotas las dos piernas y aunque podría volver a andar, no sería igual que antes.
 Igual que antes. Ya nada sería igual que antes. Carolina estuvo ingresada cerca de un mes. Fui a visitarla todos los días. Me sentaba a su lado, un par de horas, sin decir mucho. Sus padres se acostumbraron a verme por allí. Vi a sus amigos, a sus primos. La gente iba y venía, algunos incluso más de una vez. Le traían bombones y flores. Pasteles, bizcochos. Pero Carolina apenas probaba nada de eso. Apenas comía ni hablaba. Sus padres le habían contado que Rafa había muerto. En cuanto estuvo consciente. Carolina tampoco hablaba mucho conmigo.
Cuando le dieron el alta, pregunté a su madre si podía seguir yendo a verla. Me llevaba un libro y leía a su lado en la cama. Pero Carolina no me decía mucho. Contestaba con monosílabos casi siempre. Un día no pude ir porque tuve que ir a revisión. Pero no creo que a Carolina le importase. Ya nada era igual que antes. Ella no era la misma. Muchos días tenía el pelo sucio y aunque se le habían curado los arañazos y heridas de la cara, había algo en ella que no era lo mismo. La acompañaba a la rehabilitación. Cuando pudo caminar, dábamos paseos por su barrio.
Yo echaba de menos a Rafa. Por las tardes, después de visitar a Carolina, me sentaba en la terraza donde había pasado tantas tardes cualquiera con Rafa y pedía una cerveza. Así hasta que llegaba la hora de ir a casa e intentar dormir. Pero en esas horas en las que me pasaba tumbado en la cama, eran las horas en las que más echaba de menos a Rafa.
El día que presenté mi tesis fue el último día que vi a Carolina. Me acerqué por la tarde a su casa. Llevaba flores. Se me ocurrió comprar una botella de cava, para celebrar que había acabado por fin, me di cuenta de que no tenía mucho que celebrar. Mi madre me decía que la vida sigue, y así es, pero nada era lo mismo. Yo no era el mismo. Seguía siendo solitario y poco hablador, pero por dentro, algo había cambiado. Quería alejarme de todo y de todos, así que acepté un puesto en una universidad del norte. Le conté a Carolina que me marchaba. Le pedí que se viniera conmigo. Le dije que cuidaría de ella, que tendríamos una casa con vistas al mar, con terraza, que podríamos tener flores, hortensias. Cocinaría para ella, daríamos paseos por la playa y cuando estuviera bien del todo, podríamos hacer excursiones en bicicleta. Ella podría matricularse en la universidad allí, continuar estudiando si es lo que quería. Estudiar arte. O no hacer nada. En un momento, me vi dentro de diez, quince años. Paseando de la mano con Carolina, quizás una niña pequeña a nuestro lado. Sería rubia. Con los ojos verdes como su madre. Alegre.
Pero las palabras de Carolina me sacaron de mis ensoñaciones. Nada es como antes, me dijo. Lo sé, quise decirle, pero estamos vivos. Nosotros estamos vivos. Eso es lo que quise decirle. Que echaba de menos a Rafa y que me acordaba de él todos los días. Las palabras se quedaron en mi cerebro, escondidas, con miedo a salir. Así que me acerqué  hasta donde estaba sentada Carolina y le di un beso en la mejilla. Me marché.
Antes de irme le dije que siempre la esperaría, que pensaría en ella y que cuando estuviera preparada, se viniera conmigo. Un último gesto romántico. Inútil. Los años han ido pasando, y Carolina se ha convertido en un recuerdo borroso. Muchos días pienso si no ha sido fruto de mi imaginación, si no lo soñé todo.
Camino por la playa de mi cuidad de acogida. Hace frío y caen algunas gotas de lluvia. Ya me he acostumbrado a ellas y no las noto. A lo lejos, veo una figura que se acerca. Es una mujer. Tiene el pelo largo y suelto. Pero no le veo bien la cara. Lleva una gabardina beige y botas negras. Me quedo parado. Y mi corazón se acelera. La mujer se va acercando, se va haciendo más y más grande. Sus rasgos se vuelven finos, definidos. No es Carolina. Se cruza conmigo y me sonríe. Sigo caminando, camino de mi casa con vistas al mar y hortensias en la terraza, como otra tarde cualquiera.