Sin azúcar


Por la puerta del salón entra mi madre con una bandeja. En ella hay una cafetera, una jarra con leche y tres tazas con sus platos. El aroma del café penetra por un momento mi nariz y me hace acordarme de los desayunos de los domingos, cuando era pequeño y mi padre traía churros. Gotas de grasa goteaban por mis manos y mojaba los dedos en azúcar que luego chupaba. Ahora el azúcar es sustituido por un edulcorante líquido, que mi madre usa en sus bizcochos, galletas, fruta. Desde que le diagnosticaron diabetes.

En el sofá estamos sentados mi tía y yo.  Mi madre se sienta en el orejero. Sus manos pasan varias veces por los reposabrazos, limpiando un polvo inexistente. La cretona de flores del butacón ha perdido color, justo por donde mi madre pasa las manos. Sus dedos, largos, y muy despacio, dibujan ahora las flores perdidas.

Tomo el café sin azúcar. Lo prefiero a ese edulcorante demasiado dulce que no me trae recuerdos de nada. Mi tía y mi madre hablan en susurros. Por la ventana medio abierta entra el viento, cargado de olores. Olores que identifico sin problema. Olores a niñez, noches sin insomnio, días libres y largos, de mucho sol y jugar al fútbol en la calle. Olor a la arena del parque, a rasponazos en las rodillas y mercromina.  Olor a polos de limón. El primer beso. Piruletas.

Las palabras de mi madre y mi tía me llegan poco a poco. “El portero puede quedárselos”, “Al final no ya no decía nada”, “Su cara respiraba paz”, “Cajas y cajas de fotos”, “el abrigo es bueno, quizás se pueda arreglar y que se lo quede Manuel”,  “Ahora estarás más tranquila”.

Mi tía me coge la mano. La noto blanda y fría. Me suelto y agarro la taza de café. El café se ha quedado frío, pero me lo bebo igual. Ya da lo mismo.

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