Lluvia naranja


Miro por la ventana y veo el mar revuelto.  Está gris, se agita y es ruidoso. Casi no puedo oír mis pensamientos. Me gustan los días así, con el viento zarandeando las palmeras del jardín y las olas rompiendo con fuerza en la orilla. Días en los que el viento sopla con tanta ímpetu que todo queda en suspenso. Barrer el porche, cuidar el jardín.  Pequeñas rutinas quedan aparcadas y disfruto de la pequeña libertad que me da el viento. En días así me gusta salir y pasear por la playa, con el pelo revuelto a cada paso y la arena golpeándome los tobillos.  Quizás preparar un bizcocho y liar unas croquetas. O leer toda la tarde, de cara a la ventana, con el mar al frente.

Cuando Ramiro me dijo que vivir al lado del mar sería todo un lujo, que estaría tranquila en este chalet enfrente del mar,  no me imaginé el trabajo que me daría. Mantener las ventanas limpias, barrer el porche, cuidar el jardín. Ni tampoco me habló del olor a humedad de esta casa vieja, ni del ruido del viento o de las cañerías que se atascan cada dos por tres. La urbanización, cercana al pueblo, está llena de chalets como éste, construidos en los años setenta y que compraron en su mayoría ingleses y belgas. Extranjeros hippies en busca del mar y el sol, de playas casi vírgenes, que se trajeron sus horarios continentales, sus comidas y sus partidas de bridge.

Los chalets, con sus paredes encaladas, son diferentes unos de otros. No como las nuevas urbanizaciones, con sus fases idénticas de chalets, alineados e iguales. Cada uno de estos chalets es distinto, de una sola planta en su mayoría, o con terrazas en la parte superior donde se pueden ver sábanas tendidas durante el día. Ventanas anchas y cuadradas, o alargadas, en forma de arco. Grandes puertas de madera de roble, setos de abeto bordeando o cualquier otro tipo de arbusto. Cada chalet tiene un estilo, un color.

El chalet en el que he estado viviendo los últimos cuatro meses, es grande, de planta cuadrada, bordeado por un porche adoquinado, por unos lados de la casa más ancho que por otro, con un amplio jardín y rodeado por un murete recubierto de un seto espeso que consigue proteger  la casa del viento y la arena. Una puerta separa el chalet de la playa. Y todas las mañanas, según me levanto lo primero que hago es acercarme hasta el agua y darme un baño en el mar. No soy  la única. Me alegra comprobar que otros vecinos hacen lo mismo. Esos ingleses con la piel curtida por las horas al sol se bañan con pantalones cortos y deportivas.

Miro por la ventana y veo un rayo a lo lejos. Parece que viene una tormenta. Una de esas que trae arena del Sáhara que tiñen las paredes blancas de las casas de color naranja, y  vuelven el aire espeso, encerrando a las gentes en sus casas.

Oigo el ruido del motor del coche que se para. Es Ramiro, que como cada jueves, viene  a traerme dinero y las cosas que no se pueden conseguir en la única tienda de la urbanización.

-¡Qué día! ¡Menudo viento!- Ramiro habla del tiempo, siempre es igual. La semana pasada fueron el sol y las temperaturas tan altas. Seguro que los ingleses todavía se bañaban en el mar, a pesar de estar ya bien entrado noviembre. Menos mal que al temporal, según la televisión, sólo le quedaba un día más.

-Es tarde- le digo.

-No he podido salir antes. Me he entretenido en el despacho.- Ramiro se excusa.

Al principio no le importaba quedarse más tiempo. Ahora ya sólo está el imprescindible para vaciar el coche y ver que todavía sigo viva. No ha encontrado el agua de colonia que me gusta, me ha traído otra, se la ha recomendado Sonia, pero si no me gusta, la semana que viene intentará traerme la mía de siempre.

-Necesito cuatro metros más de la tela que me trajiste la semana pasada e hilo blanco para hilvanar.

Coser me entretiene. Aunque durante muchos años abominé la costura,  ya no es así. Me paso las tardes sentada en el porche, con metros y metros de tela, haciendo cortinas, estores, e incluso me he atrevido con alguna falda. Así, hasta que el sol se pone y ya no veo nada.

Ramiro sigue descargando el coche. Yo ya me he hecho a la rutina de vivir aquí, a la rutina que dicta el mar y el viento. A cocinar para uno, a comprar pescado los viernes y carne los martes. A pasear sola, leer en la cama, regar las plantas.

Ramiro saca las últimas bolsas. Está a punto de irse, si no se lo pregunto ahora, tendré que esperar otra semana más.

-¿Qué tal está Sonia?

Sonia es mi única hija. La niña por la que me desviví, a la que cuidé con esmero. Ese esmero que ahora, según ella, le cuesta cientos de euros en terapia psicológica. Sonia es la hija a la que contaba cuentos por la noche y enseñé a montar en bicicleta. A la que llevé a París de pequeña, para que comiera croissants “au beurre”. La joven rebelde que se marchó con su profesor con veinte años y que no me deja ver a mis nietos. La  que escribe libros de autoayuda para mujeres gordas y que sale en las revistas  como ejemplo de mujer de éxito.

-Está bien, te manda saludos, intentará venir la próxima semana.- Ramiro siempre responde lo mismo. Las mismas palabras que la semana pasada.

Cuando por  fin se marcha, salgo al porche. Dejo que el viento me meza, se cuele por mi camisa y mi falda. Me suelto el pelo y lo dejo flotar, libre. El sol se está poniendo y el mar ya no está gris, es casi negro. Empiezan a caer gotas de lluvia, unas gotas grandes, naranjas, que dejan mancha en mis brazos, mi blusa, el suelo, mi pelo. Entro en la casa y me preparo para pasar otra noche más.

No hay comentarios:

Publicar un comentario