La tormenta

En el techo encalado había una grieta con la forma del río Mississippi y podía quedarme horas mirándola cuando no podía dormir. Como esta noche. Y como otras tantas en los últimos meses. La grieta serpenteaba desde el centro del techo y se extendía  metro y medio dirección sur hasta formar un perfecto delta con dos ramificaciones en la esquina encima de mi lado de la cama.

Cuando el insomnio me abrazaba, recorría la grieta una y otra vez imaginando viajes a través del Mississippi que nunca haría. A mi lado, Mary dormía enroscada, como un bebé.  A través del camisón podía contar cada una de sus vértebras. Sentí la tentación de escalarlas una a una, con los dedos, como antes, pero me contuve. Su suave respiración apenas se oía. Al menos no esa noche con las ventanas abiertas. El calor de finales de julio era irrespirable y la humedad dejaba toda la ropa pegajosa.

Las horas fueron pasando y llegó la madrugada. Apagué el despertador antes de que sonara para no despertar a Mary y me dirigí a la cocina. Preparé la cafetera y mientras se hacía el café me fumé un cigarrillo. Eran las seis pasadas y ante mí se abría como una margarita un día de duro trabajo en la fábrica.

Desde la puerta de la cocina Mary me miraba, y sin decir nada, se puso a preparar el desayuno. Era un misterio para mí cuándo habíamos llegado a ese punto. Éramos como dos extraños a punto de conocernos. Como dos extraños que comparten asiento en el autobús procurando no rozarse. Ahora sólo deseaba que Mary se durmiera para poder quedarme a oscuras mirando el techo y su grieta con forma de Mississippi. 

Seguí a Mary con la mirada mientras sacaba la sartén y freía el bacon y los huevos. Sus gestos eran mecánicos y muy precisos, como los de las máquinas de la fábrica. La única diferencia era el ruido. Mary era muy silenciosa, se deslizaba por la cocina y por la vida de puntillas, sin levantar polvo.

Salí de casa y me dirigí hacia la camioneta. Me di la vuelta y allí estaba Mary, en la puerta, mirándome marchar. Le hice un pequeño gesto con la mano de despedida, como cada día. Y como cada día, me subí a la camioneta, metí la primera y arranqué. En la radio avisaban de una gran tormenta para la noche. Metan a la mujer y las gallinas en casa, decían, a buen recaudo. Yo no tenía gallinas. Sólo un perro pulgoso lleno de patas, con poco pelo y con un rabo enorme que repartía golpes de un lado a otro para apartarse las moscas que siempre le acompañaban.

El día fue como otro cualquiera. Y el trabajo fue más de lo mismo. La sirena sonó media hora antes, por el aviso de tormenta, y los compañeros se dirigieron más rápido de lo normal a sus furgonetas. Nadie quería dejar de guardar las gallinas y la mujer en la casa, a buen recaudo. Yo no tenía prisa.

La lluvia sería un cambio agradable en ese verano eterno y asfixiante. Conduje sin prisas, observando el paisaje que me sabía de memoria. A ambos lados de la carretera los árboles se movían crispados, aullaban y se retorcían, metiéndome prisa. Antes de cruzar el puente sobre el río, las primeras gotas cayeron sobre el parabrisas. Eran unas gotas enormes, tan grandes como los mosquitos en verano. Y recordé, echando de menos las picaduras que nos hacían a Mary y a mí cuando bajábamos al río en mi coche después de las clases.

Tomé el desvío de grava que conducía en línea recta hasta la casa. Desde lejos, y ya con la lluvia cayendo fuertemente, vi a Mary en el jardín. Bailaba al son de las gotas junto al tendedero. Se movía rítmicamente de un lado a otro dando saltos enormes y pequeños, movía los brazos y miraba hacia el cielo mojándose la cara, con la boca abierta. Movía los brazos y miraba hacia el cielo disfrutando de la tormenta de cada verano, igual que lo hacíamos de jóvenes.

Me bajé del coche y me acerqué poco a poco, dejando que la lluvia, que caía cada vez con más ganas, me empapase por completo. Llegué hasta donde estaba Mary, que me miró fijamente y me sonrió. Me sonrió con la boca plena y los ojos bien abiertos, como lo hacía al principio, con su pequeña lengua asomando. Extendió sus brazos hacia mí, la cogí de las manos y entramos juntos en casa, mojados y jóvenes otra vez, como cuando íbamos al Mississippi en mi coche.

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